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lunes, 31 de octubre de 2011

La Calle

"La Calle" es un cuento que escribí como regalo de cumpleaños para Neith. Intenté homenajear con él el estilo de uno de mis escritores favoritos, H.P. Lovecraft, y tantear un poco el universo del misterio, el mundo onírico y la fantasía de primeros de siglo.




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Anochecía sobre la ciudad, y una lluvia fina lagrimeaba en el asfalto cuando comencé a buscar la calle. Repetidamente la había visto en mis sueños, con sus muros de granito alzándose, ligeramente inclinados, y las casas antiguas y apiñadas. Con los faroles amarillentos en los que bailaba una llama dorada y misteriosa, con las sombras y los contraluces detrás de las ventanas de vidrio grueso. Sabía que, en alguna parte en el turbio mundo de la vigilia, hallaría los grises adoquines y los picudos tejados que había entrevisto mientras dormía, quizá más antiguos, quizá solo como viejos restos de algo que un día fue y ya no era. Pues, ¿Quién conoce el lenguaje de los sueños? ¿Quién puede afirmar que lo que en ellos vemos no es el reflejo de un ignoto pasado o de un porvenir que aún ha de llegar? ¿Quién puede decir que lo que en ellos vivimos no es tanto o más real que aquello que experimentamos despiertos, con los ojos bien abiertos, limitados en nuestra percepción por el discurrir de la razón?

Desde niño, había soñado con aquella calle. A causa de esa peculiaridad que caracteriza los paisajes oníricos, nunca sabía yo cómo había llegado a ella. Simplemente me encontraba en su principio, y detrás mía todo era niebla pálida y espesa. Ante mí, un pavimento empedrado se extendía en línea recta como una cinta gris oscuro. A los lados, aceras de piedra blanca salpicadas por fanales negros de retorcida forja permitían el tránsito frente a las casas. A la altura de la mitad de la calle, el cartel de una taberna se balanceaba con un chirrido suave.

Así había yo contemplado la calle en los sueños de mi infancia, en los que aún tenía miedo a los fantasmas, a lo desconocido, a los lugares siniestros o solitarios como aquél. Sin atreverme a entrar en ella, me quedaba parado frente a esa escena, en la que en ocasiones un cuervo cruzaba volando de un balcón a otro, una cortina se agitaba detrás de una ventana o se veía una sombra a lo lejos entrar o salir de una de las casas más distantes. A pesar de la vívida curiosidad que atosigaba mi espíritu infantil entonces, el miedo y la prudencia eran más fuertes, y nunca me movía. Había leído, como todos los de mi generación, los cuentos y las fábulas con moraleja destinados a hacer de mí en un futuro un hombre prudente, piadoso y de bien. Había escuchado también las advertencias de mi madre, de los maestros y de los sacerdotes acerca de los peligros que acechan en nuestro mundo en tiempos hostiles y salvajes como los que me había tocado vivir. Había sido educado, en definitiva, para rechazar de plano todo aquello que tuviera visos de quimera o de ensueño, de misterio y fascinación; pues todo lo desconocido era una potencial argucia diabólica, más siniestra y peligrosa cuanto más atrayente. Por eso, en los años de mi niñez, cuando en las noches calmas viajaba en la inconsciencia hasta el principio de aquella calle, esos férreos temores me mantenían parado hasta que la imagen desaparecía al yo despertar o al diluirse la fantástica visión en otro sueño menos magnético y tangible, más inocuo.

Perdí, de ese modo, la ocasión de sumergirme en los misterios de la calle cuando quizá mejor preparado hubiera estado para ello: cuando aún poseía la imaginación ilimitada y bullente de un niño, cuando todavía podía empuñar las armas mágicas de aquellos que desconocen el concepto de lo imposible, cuando aún mi espíritu y mi mente poseían alas y no tenía cadenas en los tobillos. Y al crecer, cuando paso a paso fui cruzando el puente que me encaminaba a la edad adulta, la calle se desvaneció y dejé de recordar mis sueños, si es que aún los tenía.

Tal y como se esperaba, me convertí en un hombre prudente, piadoso y de bien. Desarrollé estudios universitarios y la ciencia me fascinó tanto como antes lo había hecho la magia, los avances de la tecnología me asombraron más de lo que podía hacerlo ningún fantástico relato. Con los pies plantados con firmeza en el suelo firme del mundo real y físico - terrible, caníbal y hostil, pero real, y por ello mejor y de más valor que cualquier otro - me hice mayor.

Tenía una casa en una calle verdadera en la que también había establecido mi consulta de pediatría, y allí discurría mi vida, apacible y feliz. Yo mismo consideraba que no era en absoluto aburrida, pues me tenía por intrépido al ser aficionado al excursionismo y la escalada. También era asiduo del teatro y la ópera, y cierta noche regresaba de una representación, con el paraguas abierto, bajo una tormenta furiosa, cuando cayeron los velos y ocurrió lo inexplicable.

Siendo como soy un hombre de costumbres, solía realizar siempre el mismo trayecto tanto para ir como para regresar. Rara vez tomaba una calle paralela o me desviaba del recorrido habitual, que era el más corto y el que atravesaba por zonas más concurridas de la ciudad, evitándome los callejones estrechos, las vías de asfalto quebrado en las que se amontonaba la basura en sucios rincones. 

Caminaba hacia mi casa por la avenida de siempre, bordeada de tilos. La noche lluviosa la hacía menos transitada que de costumbre, por lo que puedo afirmar que no había más peatones que yo recorriendo ese trayecto. Mis pasos chapoteaban en los charcos, y recuerdo que pensaba en el terrible estado en el que se encontrarían mis zapatos al día siguiente. A lo lejos, justo al extremo en el que mi camino debía desviarse hacia la izquierda, vi bajo las luces amarillentas de la ciudad a un grupo de personas, unas seis o siete, arremolinadas en una esquina. Me detuvo entonces un policía, que me indicó con amabilidad que no era posible continuar. Alcé la vista y constaté sus palabras: Una cinta azul acordonaba la calle, delante de los curiosos, que debían ser en este caso periodistas, a juzgar por los sombreros y las gabardinas y la actitud con la que interrogaban a otros dos gendarmes.

- No está permitido el acceso. – me informó el agente cuando le pregunté el motivo del desvío obligado – Nadie puede atravesar la escena del crimen hasta que los forenses y el inspector al cargo no hayan levantado el cuerpo y se hayan realizado todos los trámites.

- ¿Escena del crimen? – pregunté, con una sensación inquietante y fría en la nuca - ¿Un asesinato?

- No hay de qué preocuparse, señor. Por favor, continúe en otra dirección.

Asentí, obedeciendo a la insistencia del caballero uniformado, y tomé la primera curva a la izquierda. Pero mis pasos se volvían más nerviosos a medida que pensaba sobre el asunto, y ahora mi ritmo de paseo se había convertido en un caminar apresurado en el que miraba a un lado y a otro. Pues se había cometido un crimen, y yo no había tenido la ocurrencia de preguntar si habían atrapado al asesino. Quizá aún estuviera en busca y captura. ¿Y si acechaba tras aquel pilar agrietado? ¿Y si se escondía en el callejón negro que se abría como una boca estrecha entre dos edificios, de donde un riachuelo maloliente se escurría hasta las cloacas? 

Además, para aumentar aún más mi inquietud, comprendí ya avanzado mi trayecto que había escogido el peor desvío imaginable. En aquella calle el asfalto era casi arenoso, estaba viejo y descuidado. Los edificios oscuros tenían las ventanas cerradas y echadas las cortinas. Se alzaban, muy rectos, hieráticos y amenazantes en su negrura. Eran de hechura simple, pensados para rentas baratas, de ladrillos apiñados con ausencia absoluta de gracia o de mínimo gusto. Apenas había iluminación. Las farolas estaban demasiado espaciadas y una de ellas se apagó tras haberla dejado atrás en mi avance, mientras que la más próxima, aún demasiado lejos, titilaba con la bombilla sin duda a punto de fundirse. La lluvia repiqueteaba sobre montones de escoria en los rincones, se desbordaba de las rejillas de las alcantarillas y caía a chorros de los canalones quebrados.

Y en todo aquel escenario de patente hostilidad, la sensación de estar siendo observado comenzó a pesar sobre mi espalda, al principio como una intuición leve, poco a poco, con más intensidad. Miré atrás, pero no veía a nadie. Todo estaba oscuro.

El corazón me galopaba en el pecho, había empezado a sentir escalofríos y se me había erizado el vello de la nuca al saltar un gato repentinamente desde un cubo de basura hasta la acera de enfrente. El maullido del animal y el movimiento inesperado me habían hecho soltar una exclamación y resbalar hasta casi dar un traspiés. Quizá al escuchar mi propia voz, o al liberar algo de tensión resbalando, recuperé cierta compostura y me sentí ridículo a causa de mi propio miedo. Intenté tranquilizarme a mí mismo, repitiéndome los alegatos de la razón: No había en realidad motivo para tanta agitación. Estaba, simplemente, sugestionado por el desagradable clima, por el argumento tétrico de la representación a la que había asistido y por el asunto del crimen de la calle de al lado. Era el tipo de cosas que irrumpen en nuestra realidad y nos hacen sentir repentinamente inseguros. Era normal. 

Me había convencido bastante de ello cuando escuché el sonido inequívoco de pasos tras de mí, y algo similar a una risa siniestra, que fue mitigada al instante por el crujido ensordecedor de un trueno. La farola titilante se apagó. 

Recuerdo que entonces eché a correr. No volví la vista para comprobar si aquellos sonidos no habían sido producto de mi imaginación, pues los había percibido tan reales que el instinto se hizo dueño de mis acciones y reaccionó con el pánico del animal en peligro, acechado por selváticos depredadores en las sombras verdosas de la jungla. Corrí sobre el suelo mojado, no sé durante cuánto tiempo, tratando de despistar a mi perseguidor – real o imaginario - manteniendo estoicamente el paraguas para cubrirme del chaparrón, en un gesto de urbanismo civilizado completamente fuera de lugar. Corrí, tomando desvíos, zigzagueando a través de calles oscuras en las que la niebla se volvía cada vez más espesa y los edificios más lúgubres y ruinosos. Corrí hasta perder la orientación y el rumbo, buscando desesperadamente placas en las esquinas que me permitieran saber dónde estaba y hacia dónde me dirigía. 

El latido violento de mi corazón no me permitía comprobar si había ruido de pasos en mi persecución. El terror me dominaba y toda distancia me parecía poca. Pensé, en un destello de racionalidad, que si el asesino – pues sin duda era el asesino quien me había seguido – llevaba un revólver, podría dispararme igualmente por mucho que corriera, pero ese fatalismo no fue suficiente para detenerme.

Sobre todo cuando, a lo lejos, mas allá de una bruma que no me resultó extraña dadas las condiciones climáticas de esa noche aterradora, entreví,  en una calle que se abría en un suave desvío hacia la derecha, la silueta del cartel de una taberna. Se balanceaba, lento y negro, iluminado por la luz constante de fanales dorados que no temblaban, que no amenazaban con apagarse y dejarme desamparado en la oscuridad y el horror.

No dudé ni un instante en tomar aquel desvío, y en cuanto puse los pies sobre los grises adoquines, toda sensación de miedo desapareció, así como la certeza de estar siendo perseguido. Allí estaba, la calle de los sueños de mi infancia, y la reconocí instantáneamente, con una mezcla de asombro y fascinación: exacta a como había aparecido en las ensoñaciones de mi niñez, con las mismas casas blancas y grises, con los picudos tejados y la luz amarilla de las lámparas a través de las ventanas de cristal grueso, con sus farolas de forja con llamas límpidas y sus preciosos álamos, que alzaban los dedos retorcidos hacia el cielo, despojados de sus hojas de oro por el codicioso otoño.

Caminé, pues, internándome en ella con una repentina calma, fijándome por vez primera en los detalles. Me deleité, embelesado por el misterioso hechizo de aquel lugar, en las preciosas vidrieras de las ventanas, en la imposible inclinación de los muros que hacía parecer que las casas quisieran tocarse con la frente, en las tortuosas formas vegetales que adornaban los faroles. Toqué con los dedos los muros, de bloques de piedra, más resistentes que el tedioso ladrillo que inundaba ahora las urbes modernas, e incluso acerqué, intrépido, el oído a algunas puertas, subiendo silencioso los breves tramos de escaleras que llevaban a ellas y comprobando que dentro se percibía el ruido de sus habitantes: entrechocar de cubiertos en la cena, pasos breves y lejanos de zapatillas de felpa.

Cerré el paraguas cuando la lluvia se detuvo y el cielo de la noche se despejó, abriéndose y revelando un firmamento cuajado de estrellas, mucho más visibles de lo que nunca me habían parecido serlo en aquella gran ciudad. Embargado por una alegría que era – y aun soy – incapaz de describir o de ubicar su motivo y procedencia, me acerqué al edificio de la taberna y leí el nombre de la misma. Se llamaba El Candil. Tomando aire profundamente, apoyé la palma de la mano en la puerta y entré.

El resto, no puedo explicarlo. Al poner el pie en el interior de aquel recinto, que me acogió con la calidez de un segundo hogar, todo me era tan familiar como si hubiera estado viviendo en aquella calle toda mi vida sin saberlo. Pues conocía al tabernero y a muchos de los parroquianos, y ellos me conocían a mí. Y recordaba que el día anterior Tobías me había preguntado por el nuevo libro que estaba escribiendo y le había prometido hacerle un adelanto esta noche. Y nada me extrañaba o se me hacía raro de aquella situación, cuando me senté en la mesa de siempre y conversé con mis amigos, hasta que se hizo tarde y me encaminé hacia mi casa, mi casa en aquella calle, el número ocho. La casa que conocía, en la que toda mi vida había vivido, en la que tomé una cena ligera y fría, en la que me senté frente al escritorio y pasé un par de horas escribiendo hasta que, agotado y somnoliento, me hundí entre las sábanas suaves y caí dormido, satisfecho y feliz. Satisfecho y feliz, como cada día de mi vida allí.

Y por eso, al día siguiente, al despertar en mi otra casa, en mi otra calle, en la negra ciudad de humo y frío, de tráfico y crímenes, una profunda tristeza y desazón cayeron sobre mí. No pude deshacerme de ellas, aun convenciéndome de que todo había sido soñado. No pude arrancarme el sudario extraño y la asfixiante incertidumbre a lo largo del día, y por eso, al anochecer, sin importarme la fina lluvia que había empezado a caer, comencé a buscar la calle. 

Repetidamente la había visto en mis sueños y sabía que en alguna parte en el turbio mundo de la vigilia, la hallaría. Pues, ¿Quién conoce el lenguaje de los sueños? ¿Quién puede afirmar que lo que en ellos vemos no es el reflejo de un ignoto pasado o de un porvenir que aún ha de llegar? ¿Quién puede decir que lo que en ellos vivimos no es tanto o más real, que aquello que experimentamos despiertos, con los ojos bien abiertos, limitados en nuestra percepción por el discurrir de la razón?


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© Hendelie

jueves, 13 de mayo de 2010

Crónicas de Hathia: Cosmogonía II. El Destino de los Hombres, la Guerra de los Dioses y el Nuevo Orden

El destino de los Hombres

Los ciclos transcurrían, los hombres crecían, se multiplicaban y hacían grandes cosas. Nacían reinos que caían después, se levantaban ciudades que acababan por ser destruidas. Los guardianes no podían controlarlo todo, y se sentían frustrados, pues ésa era su misión. Un día se reunieron, extenuados y tristes.
- Los hombres que creamos para ayudarnos son más una carga que una ayuda. Hacen su voluntad y no nos dejan descansar, constantemente tenemos que controlar sus voluntades para que vayan en la dirección que hemos marcado y todo esté en orden. - se quejó Aine.
Los demás le apoyaban, así que decidieron construir el Vitram. Unieron sus voluntades y apareció ante ellos un objeto capaz de controlar los destinos de los hombres para que se cumpliera siempre la voluntad de los Guardianes. Los guardianes asintieron sonrientes y colocaron el Vitram sobre una enorme montaña, en el centro de las tierras del Este creadas por Arisan, y volvieron a su labor, tranquilos y satisfechos con su idea.

Sin embargo, Belriathon y Arisan no estaban conformes con ello. Observaron durante un tiempo como el Vitram interfería en las vidas de los hombres, encauzando sus caminos hacia el cumplimiento de los designios de los Guardianes. Ambos movieron la cabeza, entristecidos, y Belriathon se recluyó en su tierra. Pero Arisan volvió a enfurecerse y comenzó a fraguar un plan para deshacerse del Vitram.

La Guerra de los Dioses.

Arisan contemplaba taciturno cómo los hombres que había creado se extendían sobre el continente. Los hombres conocían su existencia y le temían y le adoraban, pero Arisan no estaba contento con eso. De manera que escogió a uno de ellos, llamado Gustav, y le habló cara a cara. Bajó a la tierra y se puso frente a él.

Gustav era sólo un herrero y estaba aterrado, de modo que al verle se postró de rodillas suplicando clemencia. Pero Arisan le puso en pie con amabilidad y le reveló su sabiduría. Le habló de los dioses y los hombres y también del Vitram. A Gustav tampoco le gustó aquella idea, y siguiendo los consejos de Arisan reunió un terrible ejército para atacar la montaña donde estaba el artefacto. Arisan les proporcionó magia y poder para la batalla, y el ejército comenzó a ascender por las colinas y a trepar por la montaña.

 Aine conocía los planes de Arisan, pues había percibido su desagrado y su rencor, de modo que se situó en lo alto de la montaña y retó a su hermano. Arisan se presentó, enfadado y lleno de ira, y ambos se enzarzaron en una violenta lucha que sacudió los mares y las tierras. Los demás hermanos despertaron y contemplaron la batalla, y todos se aprestaron a ayudar a Aine, todos menos Belriathon, que se quedó en su tierra, con los ojos bajos, lamentando la suerte de aquel planeta.
Los dioses luchaban, y Gustav y sus ejércitos ascendían la montaña, armados y repletos de poder, pero entonces, Arisan cayó vencido y la tierra se conmocionó. Gustav se detuvo frente al Vitram, lo contempló y se dispuso a dar la orden de ataque. Pero entonces Aine y sus hermanos se presentaron ante ellos y mostraron a Arisan, encadenado y con una venda sobre los ojos. Viendo vencido a su Señor, los ojos de Gustav derramaron amargas lágrimas, mientras los dioses se llevaban a Arisan y el Vitram y destruían la montaña, haciéndoles caer a las colinas bajas.

El Nuevo Orden

Aine y los hermanos tomaron un trozo de polvo estelar y lo amasaron, fabricando una gran plataforma de tierra que flotaba en el espacio. Allí colocaron el Vitram y se dispusieron a su alrededor, durmiendo plácidamente, para protegerlo de Arisan.
Éste, encadenado y con los ojos vendados, se quedó flotando en el firmamento durante ciclos, gritando y sollozando. Las plegarias de los suyos llegaban a sus oídos pero no podía responderlas, y su ira y su odio aumentaban con el paso de los siglos.
Gustav difundió el conocimiento que Arisan le había transmitido, y los hombres del Este estudiaron y trabajaron día y noche la forma de desligar su destino del Vitram, pero no lo conseguían. Los ciclos pasaron y las eras siguieron unas a otras, y finalmente, Arisan se cansó de esperar y dejó de sollozar.
Fue entonces cuando cayeron sus cadenas y su venda desapareció, y Arisan caminó con lágrimas en los ojos hacia el Vitram y se colocó frente a él, justo enfrente de su hermana. Cayó en un largo sueño de odio y rencor, esperando que llegara el día en que los dioses volvieran a despertar de su profundo sueño y tomar venganza.

Crónicas de Hathia: Cosmogonía. Los Dioses y la Creación del Hombre

 Sinopsis: Esta es la cosmogonía que desarrollé como trasfondo de la novela interminable "Las Crónicas de Hathia", que aún está por acabarse desde hace unos... diez años creo, o más. Es lo que tiene perderse en jardines.


Etros y Santros vagaban solitarios en la oscuridad. Etros y Santros se amaban en la oscuridad, pero el frío les molestaba, así que Santros se cortó una uña y la imbuyó de aliento ardiente, creando el sol. Etros hizo lo mismo, pero su aliento era frío, y nació la luna. Entre los dos, mezclaron gotas de su sangre y nació el mundo, lleno de magia y con la esencia de los dioses primitivos en su interior. Les gustaba lo que habían creado, pero los siglos y la soledad les aburrían, así que Santros quedó encinta de las palabras y la voluntad de Etros y la suya propia.

Cuando Santros dio a luz, nacieron los Hijos Primeros: El primero en nacer fue Sirros, después Veenios, luego nació Shamay, después Belriathon, luego Velian y Arel, los gemelos, luego Kaled, luego Aine y por último Arisan. Etros y Santros dejaron a sus hijos jugar con el planeta que habían creado, y al principio sus juegos eran caóticos y sin sentido. Pero finalmente, se pusieron de acuerdo, y Sirros se encargó de las aguas. Las hizo dulces y saladas y las dispuso a su antojo alrededor de la tierra que sus padres habían fabricado, por dentro y por fuera, por arriba y por abajo. Creó los grandes hielos y los arroyos cálidos.

Veenios se quedó a jugar en el Norte. Modeló montañas y llanuras, plantó semillas y cultivó los bosques, pensó en los animales que quería y los creó, y contempló su obra, satisfecho. Tomó lo que había sobrado y lo arrojó al mar, hacia el Este.

Shamay se fue al sur, y jugó allí mucho tiempo. Con sus puños, levantó montañas y luego las deshizo para hacer el desierto, plantó semillas y metió los dedos en la tierra para hacer brotar el agua que las hiciera crecer, levantó una montaña de fuego pero se aburrió enseguida y dejó de trabajar. Miró lo que había hecho y se sintió satisfecha. Tomó lo que le había sobrado y lo arrojó al mar, hacia el Este.

Belriathon se quedó en el Oeste. Alzó rojas montañas y las rellenó con metales, hizo crecer árboles, colinas y hierbas. Amasó la tierra para que fuese fértil y trazó surcos con sus uñas para que discurrieran las aguas dulces. Trabajó mucho tiempo dentro de la tierra, llenándola de cosas maravillosas y brillantes, y cuando terminó, vio lo que había hecho y se sintió satisfecho. Tomó lo que le había sobrado y lo arrojó al mar, hacia el Este.

Velian y Arel se fueron a jugar juntos en el Este. Pusieron en la tierra muchos árboles verdes y tiernos pastos, pusieron llanuras y montañas, ríos y playas. Luego lo cubrieron todo con suaves hierbas y contemplaron su obra, sonrientes. Velian estaba cansado, se dio por satisfecho y arrojó lo que había sobrado al Este.

Arel aún quería jugar más, así que subió hacia el noreste y levantó picos redondeados, plantó árboles, arañó la tierra para sacar el agua dulce y modeló la costa. Levantó colinas y montañas, y cuando estuvo satisfecha, arrojó lo que sobraba al Este, sobre el mar.

 Kaled llegó de los últimos, así que se quedó a jugar en un pequeño lugar en el centro, rodeado por sus hermanos. Alzó montañas para que nadie le molestara y las rellenó de metales brillantes, sacó afuera el agua dulce y plantó árboles y hierbas. Como terminó enseguida, cogió lo que había sobrado y lo arrojó al Este, al mar.

Aine llegó casi al final, y apenas quedaba nada que hacer. Pero Aine también quería jugar, así que levantó un trozo de tierra que había bajo el agua hasta que asomó una isla. Aplaudiendo, empezó a trabajar. Plantó una selva de colores brillantes y sacó agua dulce para alimentarla. Modeló las playas y los arrecifes, pero ya no le quedaba sitio para más. Sin embargo, estaba satisfecha, y no le había sobrado nada.

Cuando Arisan llegó, todo estaba ya hecho. Arisan se enfadó y empezó a gritar y a llorar, y dio un fuerte pisotón sobre la tierra. Al hacerlo, el planeta tembló y todo lo que sus hermanos habían desechado se agrupó en el Este, saliendo a flote. Arisan lo contempló y vio que había un gran trozo de tierra lleno de cosas hermosas para jugar, así que se quedó allí, colocando montañas, bosques, flores y ríos. Trabajó durante mucho tiempo, mucho más que sus hermanos, y cuando terminó, vio que todo estaba como él quería y se rió, feliz.

Los hermanos estaban cansados de todo lo que habían trabajado, así que decidieron ir a dormir. Sin embargo, no podían descansar, porque cuando empezaban a dormirse, todo lo que habían creado empezaba a actuar con vida propia y aquello no les gustaba. Así que Etros y Santros dijeron a sus hijos: “Elegid algunos de los seres que habéis creado y dejadlos a cargo de vuestro juguete, así podréis al fin dormir”. Los hermanos asintieron, y empezaron a recorrer el planeta, buscando seres apropiados para la tarea.

Sirros encontró a una joven que descansaba bajo el agua, la despertó y le encargó que vigilara los mares. Le imbuyó su espíritu y se echó a dormir al fin.

Veenios era muy meticuloso, así que eligió a tres animales para que cuidaran de su obra: Un lobo, un ciervo y un halcón. Les imbuyó su espíritu y se echó a dormir.

Shamay encontró una serpiente alada y un escorpión y les dejó a cargo de su obra. Les imbuyó su espíritu y se durmió.

Kaled encontró un dragón, le imbuyó su espíritu, le ordenó cuidar de su obra, y se durmió.

Velian no encontró ningún animal para que cuidara su creación, así que imbuyó al sol de su espíritu y se echó a dormir. Arel, siguiendo el ejemplo de su hermano, hizo lo mismo con la luna y se acostó.

Aine se encontró con una luciérnaga, la imbuyó de su espíritu y se quedó dormida.

Pero Belriathon y Arisan no estaban preocupados por su obra. No les importaba que las cosas escaparan de su control, pues con haberlas creado les bastaba. Belriathon decidió que se quedaría en la tierra que había creado, de modo que tomó la forma de un león y se introdujo en una montaña, tranquilo y satisfecho.
Arisan se recostó en la orilla de su tierra y cayó en un profundo sueño, feliz y satisfecho.

Etros y Santros dejaron a sus hijos dormidos y se marcharon a otro lugar, creando a su paso estrellas y galaxias, cometas, soles y planetas, dejando el destino de aquel mundo bajo el juicio de sus vástagos, que descansaban plácidamente.


La Creación de los Hombres

El lobo, el ciervo, el halcón, la serpiente, el sol, la luna, el dragón, la luciérnaga, la dama del mar, Belriathon y Arisan se quedaron sobre la tierra, manteniendo el orden. Belriathon y Arisan se echaban a dormir de vez en cuando, pero los demás no tenían descanso, pues así lo habían dispuesto sus creadores. Así que se reunieron y decidieron crear seres que les pudieran ayudar.
- Los conejos y los ciervos son comidos por el oso y el lobo - dijo el primero- pero estos se multiplican sin cesar y nadie los caza. Los árboles crecen y crecen y nadie los detiene. Y las tierras fértiles están descansando porque nadie las cultiva.
- La magia crece bajo la tierra - dijo el ciervo - pero se queda allí, sin evolucionar, porque nadie la utiliza.
- El viento sopla y sopla, pero nadie lo escucha, nadie lo aprovecha. - terminó el halcón.
Así que los tres unieron su mente y su voluntad con el poder que Veenios les había otorgado y crearon a los Hombres del Norte, que despertaron, aturdidos y asustados, en las tierras preparadas para ellos. Los hombres del Norte cortaron los árboles, cultivaron la tierra, cazaron a los lobos y los osos para que no siguiera aumentando su número y fabricaron barcos que aprovechaban el viento. Algunos aprendieron a utilizar la magia y ayudaron a que los cultivos crecieran, las plantas florecieran y la caza fuera propicia.
- Los leones cazan a las gacelas, las palmeras dan su fruto, los oasis se abren y el desierto cambia cada noche. Nadie puede verlo ni aprovechar las virtudes de esta tierra, nadie puede ayudarme a cuidarla. - dijo la serpiente. Así que se concentró en su voluntad y nacieron los Hombres del Sur, que despertaron, aturdidos y asustados, en la tierra preparada para ellos. Cazaron a los leones, cultivaron las tierras propicias, estudiaron el Desierto y aprendieron a utilizar la magia de aquella tierra.
- Nadie hay para llevar a los rebaños a pastar, hermana- dijo el Sol.
- Nadie hay para extraer las joyas que escondí en esas montañas, hermano. - dijo la Luna
Así que el Sol se concentró y recogió el espíritu de Velian, y con él creó a los Hombres de la Tierra Verde. Los hombres de la Tierra Verde despertaron, asustados y sobrecogidos, en la tierra preparada para ellos. Llevaron a pastar a los rebaños, cultivaron las tierras y talaron los árboles para que no cubrieran la tierra en su totalidad.
La Luna se concentró y recogió el espíritu de Arel, y con él creó a los Hombres de Oriente, que despertaron asustados y temerosos en la tierra preparada para ellos. Los Hombres de Oriente trabajaron y trabajaron para sacar de la tierra lo que en ella había oculto, cortaron los árboles y cultivaron las tierras, talaron los árboles y cazaron a los pumas y los leopardos.

El dragón quería también alguien que les ayudara. Alguien que hiciera compañía a los dragones, les ayudara a encontrar sus joyas y a proteger sus huevos. Así que creó a los Hombres del Dragón, que cuidaban su sueño mientras hibernaban, protegían sus tesoros y utilizaban la magia de la tierra.

La Luciérnaga se sentía muy sola, así que tomó el espíritu de Aine, se concentró, y creó a los Hombres de la Isla, que recogieron los frutos de la tierra, cultivaron la llanura fértil y aprendieron a usar la magia de su tierra para que todo siguiera en orden.

 Belriathon estaba tranquilo, pero veía que las tierras estaban muy solitarias sin nadie que las ordenara, pusiera nombre a lo que había creado ni horadara las montañas en busca de los metales que había depositado en ellas. Sin embargo, no se concentró para crear a los seres que le ayudaran, simplemente se durmió y soñó, y de su sueño nacieron los Hombres del Oeste, que despertaron aturdidos y sin saber qué hacer. Finalmente, se maravillaron con la tierra que veían frente a sí y aprendieron a excavar las montañas, a reunir los rebaños, domesticar los caballos y cultivar las tierras.

Arisan contempló lo que aquellos hombres hacían, así que él también creó con su poder seres capaces de comprender, y nacieron los hombres del Este. Los hombres del Este cultivaron las tierras, horadaron las montañas e hicieron todo lo que se esperaba de ellos, pero Arisan no estaba del todo satisfecho, de forma que de vez en cuando se acercaba junto a ellos y les explicaba las maravillas del mundo, viendo cómo aprendían y prosperaban a gran velocidad. Por fin, Arisan sonrió y se dio por contento.

La Dama de las aguas contempló la nueva creación de sus compañeros con desdén. “Yo no necesito ayuda para la tarea que se me ha encomendado”, dijo, y se sumergió bajo las olas.

Erelien

Sinopsis:  Recuperado de La Madriguera y con algunas variaciones, es un breve relato sobre la relación entre dos hombres... un tanto peculiar y angustiosa. El relato original surgió a partir del entorno de personajes de juego de rol, y se entreteje a lo largo de los minutos en los que Erelien aguarda a su amante ocasional, reflexionando sobre lo que significa para él y los avatares de su extraña relación de dominio y sumisión. Es un relato BLove, de relaciones entre hombres, que no llega a tener contenidos eróticos demasiado fuertes. Al menos no tannnto como otros, jeje


Viento gélido, oscuridad y nieve. La roca fría de las paredes de la caverna desprende vaho, el estandarte del fondo de la oquedad parece brillar, blanco y oro cuando lo toca una estrella, blanco y oro cuando lo roza la luna. La hoguera chisporrotea. ¿Cuanto hace que espero? No lo sé. Estoy inquieto. Estrecho la capa en torno a mi cuerpo y me aparto del rostro los cabellos. ¿Cuando era la cita? Al ocaso... sí, al ocaso. Pasó la media noche y aquí sigo. Caminando de un lado a otro, nervioso.

Mi corazón está agitado. Todo es impredecible. Todo es impredecible con él. ¿Acudirá?. Tal vez no. Seguramente no lo haga.

Somos dos desconocidos que se conocen demasiado bien. Somos dos almas que intentan encajar como piezas rotas que buscan su sitio, que pertenecen a engranajes distintos, pero que de alguna manera, sirven. Por qué viene a mí, no lo sé. El modo en que lo hace, me conmueve. También la manera en la que se abstiene de hacerlo. Creo que soy un consuelo.

Un consuelo. Bien. No me importa.

Sé lo que es la compasión. Está bien así.

Miro hacia la entrada de la cueva y suspiro, cuando finalmente me siento en el rincón y me cubro hasta la barbilla. Hace frío, la temperatura en el norte es un infierno helado al que uno nunca se acostumbra. Pero él no parece notarla. Nunca se queja de eso. También desafía al invierno, y supongo que eso me gusta.

Me pregunto si vendrá. Debería pensar que no y acabar con esta incertidumbre, regresar al campamento. Pero forma parte de lo que quiero. Me gusta.

Me froto los brazos, observando cómo se condensa mi aliento en la penumbra rojiza de la caverna, a la luz tenue del fuego que baila como una doncella de velos anaranjados azotada por el viento. Casi siempre que viene usa las cuerdas. Otras veces sólo me golpea, y otras, me acecha. Se agazapa en un rincón y me dice que me quede sentado al otro lado, mientras me observa, hasta que casi podría ponerme a temblar con el peso intenso de su mirada. Me observa y me acecha, como un animal, hasta que se decide a saltar sobre mi... o no lo hace. No puedo evitar que se me escape una sonrisa al pensar en ello. Cuando simplemente se levanta y se despide, encomendándome a los Dioses, y se marcha sin haberme tocado. Es una tortura, todo lo es. Desde esta espera indefinida que me regala hasta el instante en que sobreviene el dolor, desde la ansiedad de aguardar hasta el momento en que el sufrimiento es tanto y tan lleno que parece una niebla densa que arrastra todo lo demás, y queda un cielo blanco y despejado en mi mente. A veces hay sexo, otras veces sólo es el juego.

El juego al que jugamos.

No sé por qué empezó, no sé por qué me necesita. Sé que tiene a otro. Y sin embargo, también me tiene a mí.

¿Soy un consuelo?

Enrosco un mechón de mis propios cabellos entre los dedos, pensativo. Me vienen a la mente intuiciones cuando pienso en él. Frases deshilvanadas surgidas de un conocimiento extraño al que no puedo encontrar raíz, quizá por la manera en que ejecuta sus gestos o el modo en que habla, quizá por todo y por nada. Prisionero de sí mismo, recuerdo que pensé la primera vez. Solitario. Muy solo, a pesar de todo. Incapaz de comunicarse.

Entrecierro los ojos. Vuelven a mi las imágenes.

No puedo olvidar aquella vez, cuando apareció con restos de sangre aún en las manos, rechinando los dientes y con su mejor aspecto fiero. No el que esboza a conciencia para asustar, sino el otro, el de criatura desesperada, el más auténtico. Recuerdo muy bien aquella vez. La violencia con la que tiraba de mis cabellos, hundiéndose en mi interior con brusquedad, con los pulgares bajo mis párpados y obligándome a mirarle. "Entiéndeme", me ordenó. Lo gritó en mi oído, con la mirada turbia y perdida. Lo intenté... aún lo intento. Creo que lo hago, de alguna manera. Por eso le abracé aquella vez, y no dejé de hacerlo cuando me golpeó y me escupió, pateándome. "No quiero tu lástima", repetía, "entiéndeme, hazlo".

Recuerdo que al final se aferró a mi y gruñía, mordiéndome como si quisiera desgarrarme. Me hizo heridas muy profundas aquel día... y cuando todo acabó, me abrazaba, jadeante, con algo más que sangre en su rostro. Lágrimas.

Nunca le pregunté qué había pasado, por qué estaba en ese estado en esa ocasión. Creo que tampoco me hace falta, siempre me han dicho que soy intuitivo. Me he dado cuenta de las miradas que intercambia con ese compañero suyo. Hablan a media voz, se acercan demasiado, y hay algo en sus ojos al contemplarse que casi podría lamer y saborear. A veces se le encienden los ojos cuando le observa. Otras se enturbian con un velo melancólico, grave y emotivo. Tiene a otro y sé quien es. Sé que comparten algo especial, importante. Por eso no entiendo por qué sigue viniendo, por qué acude a mi todavía. ¿Soy una puta por dejar que haga esto? No me importa, la verdad. A mi... a mi me gusta. No es un sacrificio. No me siento víctima, yo obtengo lo que deseo.

A veces creo que él lo es, de sí mismo.

Me gusta tener esto con él, pero creo que me gustaría más que dejara de necesitar consuelo. Porque es lo que busca aquí, lo sé. Y me temo que no lo halla, apenas por unos momentos tal vez saboree algo parecido. Creo que nunca está satisfecho. Sin embargo, en algunos momentos, es dulce. Parece abrazarme y querer que yo lo haga, pero me aparta si lo intento. Otras es brutal, pero cuando quiere obediencia y es obedecido, siempre se vuelve melancólico, tierno. Es tan extraña esta dinámica... es difícil de comprender, aun sin ser necesario.

Cielos. Me salta el corazón en el pecho y se me acelera la sangre en las venas al escuchar al dracoleón, que posa las pezuñas en la entrada, el rasgueo de las garras en la nieve y el sonido tintineante de las placas. Cuando entra, lo hace con toda la calma del mundo, mientras yo me incorporo con nerviosismo mal disimulado y le observo. Su figura ocupa la entrada. Soy mayor que él y somos casi igual de corpulentos, pero por alguna manera, siempre me ha parecido más grande, que invade más espacio. Quizá por sus movimientos. Hoy no es diferente.

Mira alrededor, con el cabello cuajado de nieve, y yo fijo mi atención en sus ojos. Hoy llegan limpios, relajados, deslumbrantes. Ni rastro de sed o ansiedad.

- Los Dioses te guarden, Erelien - dice la voz vibrante, resonando con grave timbre en el interior de nuestro refugio.
- Derramen sobre ti sus bendiciones, camarada - respondo yo, en un susurro.

Por un instante hay silencio. Tengo un nudo en la garganta y trato de no desviar la mirada, mientras aguardo, asumiendo mi papel, el que quiero y he elegido. Si tuviéramos que combatir uno contra el otro, en un combate auténtico, sería bastante reñido. Él es muy bueno, pero aún tengo un poco más de experiencia. Aun así, sé que podría llegar a ser imbatible. Es, también y ante todo, un gran soldado. Parpadeo, mientras me mira. Parece indeciso.

- Eh... quieres... ¿quieres hablar?

Oh.

Me siento inmediatamente cuando él lo hace. Si. Todo es inesperado con él. Estoy perplejo.

- ¿De qué quieres hablar?
- No importa - se encoge de hombros levemente, acomodándose, con la pipa entre los dientes.

Esta noche, charlaremos y beberemos algo como compañeros de armas. Quizá como amigos. Como confidentes, tal vez, o como simplemente dos personas que se conocen empezando por el tejado, como dos almas que se encuentran y se lamen las heridas colgando desde un par de hilos raídos. 

Y también en esto encuentro un misterioso y sosegado placer.

Pequeña Lizzie

Sinopsis: Pequeña Lizzie es un cuento peculiar sobre una chica joven que es dueña de su propio navío y un tripulante mucho mayor que ella. A causa de una apuesta, entablan una relación casi sentimental que dura dos días. Esta historia es muy antigua, la escribí hace muchísimo como un relato breve de marineros y puertos. Creo que ha sido el primero que hice de ese estilo.


- Dos más, Gornak
- ¿Dos?

Humo de tabaco y de hoguera encendida, el brillo de los candiles, las navajas plateadas que brillan de cuando en cuando en los cintos de los marinos... lo recuerdo como si fuera ayer. La Quilla Rota relucía con la luz tenue de las lámparas de aceite rozando los bordes de los vasos vacíos y se escuchaba cantar a los borrachos en los rincones, increpados por los menos borrachos. Algarabía y el chispeante reflectar en el aire de la incertidumbre, esa incertidumbre que da la plena libertad de los hombres del mar. Esa por la que una noche de alcohol en la taberna puede hacer acabar a cualquiera muerto en una zanja, tendido en un lecho con resaca o dilapidando la fortuna ganada a los dados en más jarras, en más putas, en más.

El mar es infinito y caprichoso, y los que viven en él y de él se envisten con una curiosa actitud ante la vida, un carpe diem continuo que hace brillar sus ojos con la superioridad de quien la degusta a grandes y profundos sorbos. En nuestro rincón de la taberna, las risotadas se elevaban y por alguna parte sonaba un flautín desafinado, cuando la voz femenina se alzó con jovialidad.

- Otra vez gano yo - dijo ella, risueña. Se echó el faldón de la casaca amarilla hacia atrás y recogió las monedas, extendiendo las manos ávidas de dedos largos sobre la mesa.
- La suerte no dura eternamente, Liz, recuérdalo - repliqué, contagiado por su risa alegre.

Pequeña Lizzie me guiñó el ojo, llenándose la bolsa de oro y haciéndonos una cómica reverencia.

- Razón de más para celebrar que de nuevo me sonríe - replicó, incorporándose sobre la silla y poniéndose de rodillas en ella, agitando los dados con los ojos entrecerrados, sonrisa burlona y mohín divertido - ¿Una más?
- ¡Una más! - bramó Thorkag, el corpulento marinero con un solo ojo, golpeando la mesa con la palma abierta.
- Yo me retiro.

Brok "El Suave" se levantó arrastrando la silla y se dirigió a las escaleras, tambaleándose. Le seguimos con la mirada, bromeando a su costa hasta que nos mostró el dedo corazón desde el rellano.

- Idos al infierno.
- Eso puede esperar, me niego a entrar sin ver tu cara de resacoso mañana por la mañana.

Tintineo de monedas y apostamos de nuevo.

Estaba yo literalmente derramado sobre la silla, que se me antojaba pequeña para mi envergadura, y con el dulce sopor que precede a la embriaguez, en un estado de complacencia y relajación que pocas veces conseguí alcanzar después de retirarme de aquel mundo, compartiendo las jarras y la diversión con los restos ebrios de mi última tripulación. Había viajado en los últimos meses a bordo del Mala Fortuna, que era el navío capitaneado por Lizzie Drangal, transportando mercancías de contrabando de un lado a otro de los continentes. El nombre de la nave era muy peculiar, realmente, y fue lo primero que me llamó la atención para alistarme. La vida en el mar está llena de supersticiones, y semejante bautismo era más que un desafío, un guiño de burla a todo y a todos.

Nuestra capitana, que de nuevo tiraba los dados y volvía a obtener los Seis Ojos, quedándose con la paga que ella misma nos había dado, era una joven de edad imposible de averiguar y estatura reducida. De ahí que se la conociera como Lizzie "La Pequeña" o Pequeña Lizzie en los puertos y muelles, donde su descaro y falta de vergüenza eran tan conocidos como su habilidad con el trabuco y el estoque. Alguna de estas dos virtudes, si podía llamárseles así, había provocado que Liz se convirtiera en un personaje que si bien no era respetado en el sentido tradicional de respeto, sí era apreciado. Los viejos capitanes perdonaban su sexo  cuando conversaban con ella y degustaban su humor ácido y desenfadado, bebían un par de jarras con la chica y comprobaban que tenía el hígado de un buey y que eructaba como tal.

- Mira, Duncan, gano otra vez. ¿Qué opinas al respecto? - preguntó parpadeando con malicia, mientras Thorkag estrellaba la cabeza contra la mesa y se incorporaba con desesperación.
- ¡Se acabó! Suficiente para mí.

Me quedé mirándola y suspiré, fingiendo que me lo pensaba.

- La verdad es que tengo curiosidad. Creo que no voy a poder irme a dormir hasta que no vea cómo muerdes el polvo.
- Sea pues - replicó ella con una sonrisa - Aquí tienes los dados. ¿Qué vas a apostar cuando te quedes sin dinero?
- Algo que no tenga, probablemente.
- ¿Sentido del ridículo, honor, humildad? - aventuró, burlona.
- ¿Te interesa obtener tales cosas porque careces de ellas? - pregunté, tirando los dados.
- En absoluto, no las necesito para nada. Pero oye, te recomiendo que apuestes esas botas tan chulas... cielos.

No pude evitar una sonrisa. Mi tirada era demasiado buena, pero conocía lo bastante a Liz para saber que se arriesgaría. Me quedé mirándola mientras representaba su histriónico momento de suspense, agitando los dados a uno y otro lado, canturreando algo que pretendía ser música de suspense mientras miraba alrededor. Me encantaba esa chica, por los dioses que así era, me gustaba mucho.

Alegre, expresiva, muy divertida, firme y valiente, exudaba optimismo y derrochaba hilaridad por todos sus poros. Era clara en las órdenes, con autoridad pero sin ser déspota, amable sin parecer blanda, profesional sin ser estirada, juguetona y de conversación aguda, una verdadera delicia como compañía. Es cierto que era bajita, pero no era fea, y si lo fuera, a mi no me lo parecía entonces. Tampoco ahora, al recordarla. Solía llevar el cabello muy corto, despeinado en mechones irregulares y puntiagudos de color negro azulado, salvo un mechón verde - sí, verde - que le caía trenzado a un lado del rostro, adornado con cuentas de factura isleña, seguramente procedente del Caribe. Tenía una cara pequeñita, redondeada, y los ojos almendrados bordeados por pestañas oscuras, que se entrecerraban más aún cuando sonreía o se reía pícara. También los iris eran negros, pero muy vivos, relucientes como joyas, y su sonrisa era ancha y franca, de dientes blancos.

Delgada y menuda, aun con sus formas bien desarrolladas, Liz podría parecer un muchacho si no fuera a su manera tan femenina. Solía vestir pantalones de tela basta y oscura con perneras que se ajustaba al cuerpo con cordones, botas altas, corpiños apretados y aquella enorme casaca de color amarillo limón que se esforzaba en mantener limpia a toda costa y a todo coste. "Dicen que el amarillo da mala suerte, tanta como llevar una mujer a bordo", solía decir, orgullosa de su buena estrella, a la que ponía a prueba constantemente. También acostumbraba a adornarse con toda suerte de abalorios que no tenían nada que ver unos con otros: pulseras, filas enteras de pendientes de hueso, colgantes tribales, de colmillos de tiburón, de perlas (robados, seguramente) y tiras de cuero trenzadas. Me encantaba esa chica. Si. Pero éramos amigos, amigos de los buenos, así que tampoco le daba demasiada importancia al hecho de que me gustase tanto.

-Bah... no puedo creerlo - dijo, al soltar los dados sobre la mesa y ver que había vuelto a ganar.
- El que no puede creerlo soy yo - repliqué, mirándola con suspicacia. - ¿Seguro que no estás haciendo trampas?
- ¡Duncan! - me palmeó el brazo, aparentemente escandalizada - ¡Pero cómo osas! ¿Trampas yo?

Carraspeó y la miré, arqueando la ceja, cuando escuché el repiqueteo de un dado que salía rodando de su manga. Ella puso cara de circunstancias y trató de apartar el brazo antes de que salieran todas las demás piezas trucadas que debía tener escondidas por ahí.

- Liz... - suspiré y extendí la mano. - Se acabó. Devuélveme el dinero.
- Noooo nononono, espera. Vale, hice trampas - explicó, dando la vuelta a la silla y sentándose con las piernas abiertas. - Es horrible, y reprobable, sí...
- Y una deslealtad hacia los amigos - apunté, señalándola con el dedo.
- También, eso también, pero escucha - replicó, entrecerrando los ojos y ladeándose con pose interesante - Haremos una cosa. Última tirada, apuesta fuerte, sin posibilidad de echarse atrás. El que gane se lo lleva todo.

Le miré los brazos, luego a los ojos. Ella suspiró y se remangó hasta los codos, mostrando las palmas de las manos y haciendo un gesto brusco, impaciente.

- ¿Qué me dices?
- Hecho - admití al fin, cambiando de postura mientras ella se sentaba, sonriéndome y soplándose la punta de los dedos. - ¿Qué vas a apostar?
- Mi barco.

Parpadeé, mirándola con incredulidad.

- ¿Qué?
- ¿Qué de qué?
- Liz, ehm... ¿tu barco?

Y ella asintió, sonriendo alegremente. Así sin más. Realmente, la Pequeña Lizzie no necesitaba un barco para ser lo que era ni para ser quien era, ella tenía mucha fe en la vida y estaba convencida de poder encontrar otro en cualquier momento. Esa era su forma de ser... si... la conocía bien ya entonces. Pero no lo acepté.

- No quiero un barco. Si tan segura estás, haremos una cosa. Si gano, me quedo con tu casaca.
- Estás loco, además, te está pequeña - replicó, indignada.
- Dijiste que querías jugar duro.

Se quedó un instante pensativa, mordisqueándose el mechón de cabello y mirándome de reojo de cuando en cuando, sopesando aquel desafío.

- Bien, si gano yo me quedo contigo - dijo finalmente, sonriendo maliciosa.

Reconozco que en ese momento, tras un instante de gelidez perpleja, se me pasó por la cabeza soltarle un puñetazo en la cara. Debí poner una cara muy peculiar, porque apretó los dientes y le chispeó la mirada, desafiante, cuando se apartó el pelo del rostro.

- ¿Cómo dices?
- Si gano, eres mío. Dos días - insistió, con una mirada severa, dándose un trago de ron. - Sin excepción.
- ¿Estás dispuesta a apostar lo mismo?
- Pensaba que querías mi casaca.
- No puedes comparar un abrigo raído con una persona. Si tu lo aceptas, yo lo acepto.

La taberna se había sosegado, y las vaharadas de humo espeso se iban disolviendo a medida que los parroquianos pagaban sus consumiciones y salían al exterior, o dormitaban en los rincones, balbuceando incoherencias. El marinero se había marchado hacía rato, y ambos nos mirábamos frente a frente, con los dados entre los dos y los picheles vacíos cercándonos. Recuerdo maldecir mi orgullo cuando Lizzie asintió firmemente y me hizo un gesto hacia los dados, con un chisporroteo de curiosidad en la mirada.

- Hecho. Dos días sin excepción. Tú primero.

No iba a echarme atrás. Bah, además, era mi amiga, no tenía nada que temer de ella, nunca me había puesto alerta con Liz por ningún motivo. Aun así, un estremecimiento de incertidumbre me recorrió por dentro cuando agité los dados en un vaso que olía a bourbon y los lancé sobre la mesa. Sobre las huellas húmedas de la madera, ambos contemplamos por un momento las piezas de hueso que bailoteaban y giraban hasta detenerse, y fruncí levemente el ceño, contenido, cuando tres unos perfectos, redondos y devastadores me observaron como tres ojos blancos sobre su fondo negro.

- Uy... creo que has perdido - dijo ella, arqueando ambas cejas y aguantándose la risa.
- Tira - repliqué secamente.
- Has perdido... no puedo sacar menos que tú, querido. Asúmelo.
- Tira.

No había despegado los ojos de los dados, y una leve inquietud se desperezaba en mi interior, a través de la bruma etílica. No es que tenga mal perder... no... es mentira. Sí que tengo mal perder, sobre todo cuando pierdo apuestas estúpidas que me hacen quedar en ridículo. Quizá soy un poquito orgulloso, y creo que en ese momento lo pensé, y pensé que me lo merecía, por gilipollas. Pero no iba a darme por perdido sin que ella hubiera hecho su jugada, aferrado a una esperanza imposible.

- Mira que eres cabezota - rió Liz, recogiendo las tres fichas de la mesa y tirando de nuevo - No eres de los que...
- Hum

Tres unos. Levanté la mirada y me deleité por unos instantes en la expresión perpleja de Lizzie, que se rascaba la nariz.

- Desempate, tira.

Obedecí, sonriendo con complacencia al obtener los Seis Ojos. Ella arrugó la nariz, bebió y tiró. Triple dos, los Seis Ojos de nuevo. Nos miramos y nos echamos a reír.

- Desempate.
- Tira.
- ¿Otra vez? Imposible.
- Desempate.

Tras siete tiradas imposibles que terminaron en flagrantes empates, nos rendimos finalmente, incrédulos y riendo a carcajadas. Ella se recostó en la silla, negando con la cabeza, flexionando una pierna para apoyar la planta del pie en el asiento.
- Esto no tiene precedentes, vejete. ¿Alguna vez te ha pasado algo así? - dijo, haciendo rodar los dados sobre la mesa una vez mas.
- Nunca... la verdad - respondí, preguntándome por qué mi voz sonaba rara y en qué coño estaba pensando. Hice mi tirada.

De nuevo empate. Me reí entre dientes, mirando los dados como si fueran seres vivos, negando para mí mismo, y al alzar el rostro sorprendí un parpadeo extraño en la Pequeña Lizzie, que apartó la mirada, frotándose la nariz otra vez.

- ¿Y esto en qué queda, entonces?
- En tablas, supongo - repliqué, echándome hacia atrás y haciendo crujir la silla al estirarme - invalida la apuesta, así que puedes dormir tranquila, eres libre.
- No invalida nada.

La observé con curiosidad. Había apoyado el codo sobre la rodilla y se golpeaba la barbilla con los dedos, el ceño fruncido y la mirada penetrante perdida en el vacío.

- Piénsalo, si es un empate, o perdemos los dos o ganamos los dos.
- O no ha pasado nada. ¿Es que hay manera de ganar o perder ambos?
- Claro que la hay. Un día para cada uno.

Me miró de soslayo y esbozó una sonrisa pícara, que se me contagió al momento. Ya lo he dicho, ¿verdad? Lizzie me gustaba muchísimo. Creo que en realidad empecé a darme cuenta en ese instante, cuando me sonrió como te sonríe una chica antes de sacarte a bailar cuando eres tímido, o antes de darte un beso rápido en un rincón del templo y salir corriendo, volviéndose un instante para hacerte burla.

- Bien, ¿de quién es el primer día?
- Las damas primero.

Sonrió de nuevo y se levantó, apartando el faldón de la casaca para meterse la mano en el bolsillo.

- Va a ser divertido, vejete.

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La verdad es que cuando lo pienso ahora, no recuerdo qué esperaba exactamente de aquella apuesta. Sólo sé que a media mañana empezaba a pensar que Lizzie tenía una manera muy peculiar de esclavizar a los que perdían apuestas con ella, aunque reconozco que en ningún momento me humilló públicamente. Realmente no puedo considerar humillantes ningunas de las tareas que me encomendó a lo largo de la mitad del día, con excepción de la sesión de peluquería. Ya te he comentado que Lizzie era muy femenina a su manera, ¿verdad? Bueno, eso fue un gran ejemplo de lo que quiero decir con ello. Las tres primeras órdenes consistieron en comerme dos empanadas de carne enteras yo solo - cosa que hice sin problemas, como comprenderás, - alimentar su ego un rato diciendo una serie de frases absurdas que me escribió en tarjetas sobre lo guapa que estaba de amarillo y lo bonitos que eran sus ojos y, por último, dejar que me peinara. Así que a mediodía me encontré en mi estrecha habitación de la taberna, comiendo fruta, sentado en el suelo de espaldas a Lizzie que me estaba haciendo trenzas, parloteando alegremente.

- ¿Y por qué se llama South...como se llame? - me preguntaba distraídamente.
- Bueno, creo que porque está al sur- respondí, mordiendo la manzana - Nunca lo he pensado. En mi idioma, south es sur. No me tires del pelo.
- Perdona. ¿Y vive mucha gente allí?
- No, no somos muchos. Doce familias, trece, creo.
- Anda, un piojo.
- ¿QUÉ?
- Es broma, es broma - se rió de nuevo.

La maldije entre dientes, pero me relajé enseguida. Era agradable que me tocara el pelo, que me peinara con suavidad, y hasta que me hiciera trencitas y peinados ridículos. Sentía su aliento en la espalda, en la nuca y en la punta de las orejas, y me resultaba muy reconfortante. Siendo honesto, nunca había pensado en nada sucio con Liz, ni siquiera en nada limpio pero sexual. Ya sabes. Éramos amigos y le tenía afecto, así que nunca me hubiera atrevido a romper eso o ponerlo en peligro por un revolcón, obviando que además era mi superior en el Mala Suerte. Quizá por eso, cuando me pasó los brazos alrededor del cuello y empezó a hablarme al oído, me lo tomé como un juego. Porque con ella todo lo era.

- Dime una cosa, vejete - murmuraba, maliciosa - ¿Dónde guardas tu ropa y tus botas? Quiero probármela toda.
- Mis cosas te están grandes, Liz. Te sobrará por todas partes.
- ¿Todas tus cosas me están grandes? - la risa juguetona impregnó mi oído de humedad.
- No tienes vergüenza, ¿verdad?
- No te equivoques, hablamos de ropa. Pero creo que subestimas mi capacidad para llevar con dignidad unas botas enormes... aunque claro, antes tendré que verlas. Quizá no son para tanto.
- Pues sólo tienes que abrir el armario.

Ella se ladeó para mirarme, observó de reojo la manzana y le dio un mordisco sin permiso, luego parpadeó, haciéndose la sorprendida.

- ¿Eso es una proposición, vejete?
- No te equivoques, hablamos de ropa - repliqué, arqueando la ceja.
- Deben estar muy desgastadas por el uso. ¿Aun te sirven? - dijo, poniéndose en pie y acercándose despreocupadamente al armario destartalado.
- El uso las hace mejores. Sin usar son rígidas y poco flexibles... pueden fallarte en cualquier momento y hacerte dar un traspiés. O romperse.
- ¿Así que ahora son mejores que antes? - dijo, abriendo el armario con gesto teatral.
- Todo se vuelve mejor con el tiempo.

Debo decir que lo que hacía tan divertida a Lizzie era, en gran parte, su teatralidad. Sus movimientos eran puramente escénicos, su forma de hablar, sus gestos expresivos. Ella era un personaje, realmente, un Personaje con todo lo que eso implica. En aquel momento estaba exhibiéndose en su papel de duende juguetón, que le quedaba como anillo al dedo, o así me lo pareció a mi. Yo le daba la réplica, porque me lo estaba pasando bien, y no me molestaba en ocultarlo ni me resultaba duro admitirlo. Ni siquiera me molestaba que me llamase viejo. Yo estaba a punto de cumplir los cuarenta, y siempre sospechamos que esa criatura ni siquiera rozaba los veinte, por lo que me resultaba natural, y por entonces ya me consideraba a mí mismo como tal.

- Ahora están en su mejor momento - añadí.
- Estupendo. Mis pies también - repuso, riéndose de nuevo, y dio unos saltitos para sacarse sus botas. Acabó cayéndose de culo, como era de esperar, tirando de los cordones.

Habíamos dilapidado algunas jarras durante la sesión de peluquería, pero mentiría si dijera que estaba borracho, y sospecho que ella tampoco. Le espeté algo jactancioso mientras me quitaba las trenzas y me acercaba en un par de zancadas para ayudarle con el calzado, y ahora que lo pienso, creo que fue la primera vez que le quité los zapatos a una chica.

- Como me rompas las cintas te arranco los ojos con una cuchara, Douncan - me amenazó, mientras sacaba a tirones una túnica corta de cuero de mi armario y se la ponía por encima.
- Calla, anda. ¿Quien es aquí el experto en nudos?
- Tú, desde luego. Pero... ¡ey!

Si, recuerdo que yo estaba tirando de su pie y ella se agarró a mi brazo cuando el tirón hacia arriba le hizo caer hacia atrás. Y no puedo decir con seguridad que yo perdiera el equilibrio realmente. El caso es que acabó con la espalda en el suelo y mi nariz rozando la suya, y los dos nos estábamos riendo. Ella dijo algo de las botas y yo respondí alguna estupidez sobre tallas. Después nos quedamos callados y la miré a los ojos, porque me estaban hormigueando los dedos y estaba conteniendo el impulso de besarla. No rehuyó mi mirada. Suspiró y me la devolvió sin azorarse, sin mostrar tampoco hambre o lascivia.

- ¿A qué estás esperando? - dijo Lizzie entonces, en un tono suave y extraño. Me rozó los cabellos con los dedos, levemente.
- Eres mi amiga, y mi capitán.
- Y tú eres demasiado serio - suspiró ella, entrecerrando los ojos - Demasiado considerado, y demasiado gentil.
- Dejarás de pensar eso si...
- Soy una chica con suerte. Deja de pensar en lo que puede pasar, y bésame de una vez antes de que lo haga yo.

Pero lo hizo ella. Se incorporó a medias y atrapó mis labios bajo los suyos, con las botas a medio quitar y esa eterna casaca amarilla extendiéndose como una manta brillante sobre el suelo. Reconozco que al principio me amedrentó un poco, no era el beso inseguro de alguien fascinado, ni la timidez de quien espera que los demás lleven la iniciativa. Tampoco estaba investido con el arrebato enloquecido de la pasión pulsante. Era un beso firme, claro, de quien sabe lo que quiere y lo busca, natural y sin dobleces como ella misma. La miré con extrañeza cuando me aparté, lamiéndome los labios. Sabía a cerveza y pimienta, a azafrán y especias, y me estaba sonriendo de nuevo.

- No ha sido para tanto, ¿no?

No respondí, había vuelto a besarla, esta vez sí con ímpetu y curiosidad, con esa sensación adictiva propia de cuando apenas pruebas un sorbo de licor y te das cuenta de que vas a acabar bebiéndotelo todo para poder quedarte tranquilo. Lizzie tenía los labios jugosos y una boca húmeda y elástica, la lengua suave y caliente se enredaba en la mía cuando me dejó paso hacia el interior y sentí las uñas escurrirse sobre mi nuca en un arañazo sutil. Seductor.

- Un buen beso - afirmé al apartarme de nuevo unos centímetros.
- Un buen tonto - me recriminó, fingiendo ofensa - ¿Solo bueno? Ahora tú deberías decir algo así como "Oh Lizzie, ha sido maravilloso" o alguna estupidez parecida.
- Sí, sí. Apúntamelo en una tarjeta y luego lo vemos.

Volvió a reír bajo mis labios y me abrazó, me hundí en su boca y tomó posesión de la mía, se removió y giramos sobre el suelo hasta quedar tendidos de lado, el uno frente al otro, probándonos y degustándonos, y bromeando entre las caricias de las lenguas enroscadas y los dientes suaves en la piel. Supongo que ella tenía razón y yo era demasiado serio, al menos para esas cosas. Con Liz era imposible. Estaba tirando de mi camisa y forcejeando al mismo tiempo para que no le sacara el estúpido chaquetón amarillo.

- Quítate esto y enseña la barriga cervecera que ocultas  - se reía entre los besos húmedos y las caricias ardientes.
- Sólo cuando tú te quites esto y muestres la joroba que todos sabemos que tienes.
- No es una joroba, son las tetas y están delante, para tu información.
- Creía que eso eran granos.
- El granito está más abajo... - replicó, conteniendo un jadeo - veo que... voy a tener que darte un mapa...ah...

Había conseguido deshacerme de la maldita casaca y pugnaba por desatar los nudos del corpiño, hundiendo el rostro en su cuello y mordisqueando la piel con ligereza. Podía sentir sus manos sobre mi torso, debajo de la camisa, explorando. Todo era muy nuevo entonces. No quiero decir que yo fuera inexperto, a mis años. Quiero decir que nos conocíamos mucho, habíamos trabajado juntos, nos habíamos reído y emborrachado, hasta vomitado. Era algo nuevo para los dos, alguien a quien conoces... no sé. No podía evitar estar un poco preocupado, sin embargo Lizzie hacía que todo fuera fácil, aunque estuviéramos en esa situación imposible, o impensable.

Aquella primera vez fue extraña, casi demasiado ligera y superficial. Sin embargo, luego se quedaba tendida en mis brazos, muy callada, ausente, y yo me preguntaba en qué estaría pensando. Hubo muchas otras, y sólo al final, la última vez que nos acostamos sobre la arena, cerca de los arrecifes, la sentí agarrarse a mí, abrazándome con intensidad y susurrando mi nombre en el oído. Siempre recordaré la melancolía y la curiosa nostalgia que transmitía su figura menuda en esa ocasión.



Fueron dos días divertidos, como Liz había predicho. El temor natural que tenía entonces ante la posibilidad de que habernos revolcado por los rincones diera al traste con nuestra amistad se demostró una estupidez. Una semana más tarde, volvimos a embarcar y nos hicimos a la mar como si nada hubiera pasado. En aquel entonces, un grupo fijo de tripulantes nos encontrábamos a bordo con frecuencia en distintos buques y nos considerábamos camaradas y socios; teníamos confianza unos en los otros y estábamos acostumbrados a trabajar juntos. Thorkag era un moreno imponente y bastante impetuoso que no tenía igual a la hora de poner orden entre los marinos. Doras Fellidan, un bigotudo procedente de las Islas del Norte, que se encargaba de la vigilancia al mástil y algunos otros viejos conocidos estaban allí. Alesteir era un tipo de largas trenzas rubias y barba poblada que pertenecía al círculo más cercano de Liz, pues se llamaban hermanos aunque parecía bastante improbable que lo fueran. Estaba él al timón mientras la capitana daba órdenes y canturreaba por la cubierta, señalando al horizonte azul bajo un cielo despejado.

- Intentaremos llegar a las islas del Sur - comentó, plantada sobre la tarima de madera con las piernas abiertas y el gesto resuelto - No tenemos nada que hacer allí, pero han sobrado algunos toneles de especias, a ver si podemos colocárselos a los de allí. Je, je.

La miré de reojo, descendiendo de la cuerda y anudándola con fuerza al cabestrante. Apenas nos habíamos alejado unas millas de la costa, el viento soplaba con placidez y traía el aroma de profundo salitre e inmensidades por surcar.

- Algún día te meterás en un lío - murmuré, ajustando el doble nudo y sacudiéndome las manos. - Tu concepto sobre las cosas que "sobran" choca frontalmente con las leyes.
- Venga, venga, no me des sermones, cielo. ¿Qué culpa tengo yo si los clientes no saben contar? - respondió despreocupadamente, dedicándome una sonrisa traviesa. - Si yo fuera comerciante tendría mucho cuidado con la picardía femenina.
- Tu picardía femenina puede llevarte a la horca, "cielo".

Se dio la vuelta, restregando las botas contra la cubierta y se me quedó mirando, metiendo las manos en los bolsillos y dejando que los faldones de la casaca se agitaran por el viento, que le revolvía los cabellos. Era difícil imaginar a Lizzie en otra parte que no fuera un buque o un navío. En cuanto ponía los pies en uno daba la sensación de elevarse más allá de su estatura, su seguridad se multiplicaba por cien.

- La verdad es que no me importa demasiado - dijo, arqueando una ceja.

Algo en su semblante me llamó la atención al mirarla, una especie de seriedad que no había percibido jamás en ella anteriormente. Me crucé de brazos, ladeando la cabeza y escuchando con atención. Aún ahora recuerdo todas y cada una de sus palabras.

- Hemos hablado mucho desde que nos conocemos, Duncan. Me has contado cómo es tu hogar, me has dicho el nombre de tu hermana y tu madre, me has descrito tus bosques... me parece haber estado allí, ¿Sabes? - decía, sonriendo ligeramente. - Es bonito escuchar a la gente hablar de esa manera. Ahora estás aquí, en el mar, pero algún día volverás a pisar tierra. Otros reclamos te llamarán en el ancho mundo. Quizá formes una familia, quien sabe, hay tantas posibilidades... tú tienes ojos que miran hacia adelante. Yo no soy así.
- Sé que tu futuro no te preocupa - repliqué - pero no creo que estés buscando la muerte.
- ¿Y qué otra cosa hacemos en la vida, cielo? - me respondió con una media sonrisa - Somos pequeñas criaturitas que un día despiertan al sol, el ancho mundo nos abraza y luego la muerte nos lleva, de una manera o de otra. Todas las vidas terminan en el mismo punto, cuando mueres. Eso las hace bonitas, ¿no?

Se volvió hacia el mar, aún sonriendo.

- ¿Saber que se terminará hace más valioso lo que se tiene? ¿Es eso lo que quieres decir?
- Por eso tú y yo somos diferentes, Duncan - suspiró - Aquí, en el océano, estamos a merced del azar. Una tormenta, un mal rumbo, un escollo invisible, piratas o bucaneros, cualquier cosa puede hacer que nuestras historias se acaben en un par de horas. Cuando se acabe mi suerte, Pequeña Lizzie acabará, igual que vive, a merced de las olas, disfrutando cada una que le llega. No tengo miedo.
- ¿Siempre dejas que todo dependa de la suerte?
- No, pero no temo el parecer de los hados.
- Tienes razón, somos distintos - repliqué, sonriendo a medias - Yo no temo a los hados, pero no les escupo a la cara bailando continuamente al filo de la navaja. A ti te pierde tu pasión por el riesgo.

Se echó a reír, dando una vuelta, con la mano sobre la empuñadura. Los ojos destellaban intensamente en su rostro entonces, y tuve la impresión de que estaba en lo cierto.

- No busco la muerte, no. Pero hay sabores de la vida que son más intensos cuando pones un pie más allá de los límites. - Hizo una pausa, suspirando, y me miró seria de nuevo. - Yo nunca abandonaré el mar. No sé si es pasión por el riesgo, no sé por qué, pero no lo haré. Mis ojos no miran hacia adelante, yo sólo veo lo que la vida me da a cada instante.
- Parece que te funciona bien - comenté, ladeando la cabeza. - Eres una persona feliz.
- Lo soy - sonrió de nuevo, con ese destello exultante en la mirada, y echó la cabeza hacia atrás. - Te echaré de menos cuando te marches a dejar tu huella en la tierra, vejete.

Caminó lentamente hacia el timón, voceándole una orden a Doras, que respondió algo ininteligible y luego se escucharon carcajadas. No escuché demasiado porque estaba mirándola. Lizzie, con una mano en el bolsillo y la otra en el puño del estoque, aquel horrible abrigo amarillo y los cortos cabellos azotados por el viento.

No dije nada entonces, pero lo cierto es que sí, la echo de menos.

La última vez que vi a Pequeña Lizzie fue tres años después. Recuerdo que hubo una reyerta al otro lado del cabo, con los bucaneros. Un barco ardía en el mar, y sobre el mascarón de proa había una figura vestida de amarillo, solitaria entre las llamaradas y las cenizas, haciendo bailar un estoque en la mano y moliendo a patadas a uno de los piratas que intentaba trepar hasta los restos del navío. Nunca estuve seguro del todo de que se tratara de Lizzie, pero no creo que mucha gente hubiera tenido las agallas de vestir una casaca tan fea. La figura cruzó las llamas y no volví a verla.

En Bahía Puerto Coral contaban todo tipo de historias. Decían que se había casado con un almirante del sur, que había dejado el contrabando para unirse a la armada, que los nativos habían acabado con su tripulación en un viaje al Norte, que las aguas se la habían tragado... estupideces.

Bueno, si me lo preguntas puedo explicarte mi teoría. No es algo que pueda argumentar, pero sé que Pequeña Lizzie está viva aún.

¿Que cómo lo sé? Todos los años, en esa festividad que llaman "el Día de los Santos Inocentes", suelo pasar por Bahía Puerto Coral, aunque sea sólo un rato, a recordar viejos tiempos. La primera vez que lo hice, salí un instante al muelle para contemplar el mar, y cuando volví a entrar, encontré unos dados sobre mi mesa con los Seis Ojos. Desde entonces siempre hago lo mismo y siempre encuentro los dados en mi mesa al regresar. Creo que es su manera de decirme que sigue ahí, en alguna parte.

La suerte aún no ha abandonado a Liz. Cuando lo haga, ella acabará igual que vive, sin miedo y a merced de las olas.

¡Bienvenidos!

¡Saluditos a todos/as!

¿Otro blog, Skadi? Sí, otro blog. Tras mucho meditar, he decidido abrir De Profundis como un pequeño archivo para recopilar toda la descarga creativa y literaria que tengo repartida entre mi escritorio, los blogs narrativos sobre personajes creados en juegos de rol y demás y viejos cuentos que quedaron sepultados en las carpetas del ordenador.

¿Y qué vamos a encontrar aquí? No os sorprenderá saber que habrá historias. Sin embargo, si nace De Profundis es para descontextualizar toda la prolífica creación que he estado llevando a cabo últimamente, recopilarla y abrirla un poco más al mundo. Aquí no estará todo. Este es un lugar para seleccionar, un expositor de pequeños antojos y perlitas variadas de la vasta colección que he reunido a estas alturas.

Las encontraréis clasificadas por temáticas, todas con una pequeña sinopsis añadida al principio de cada relato: series largas, pequeñas narraciones, comienzos que nunca continuaron, tramas que nacieron para ocupar dos páginas y se extendieron más de la cuenta. También colgaré pequeños fragmentos de los grandes proyectos para airearlos un tanto.

A los que ya conocéis mis andanzas os pido que os asoméis a este blog en frío. Habrá cosas que ya habéis leído y otras que no, sin embargo el objetivo es sacar de contexto las piezas que se crearon en entornos muy concretos (casi todas en juegos de rol) y desnudarlas del todo, mostrarlas con pequeños o grandes cambios para reducirlas a la esencia universal a la que toda historia debería aspirar, según mi parecer.

A los que llegáis por primera vez, encantada de conoceros y espero que disfrutéis de estas creaciones, que son como hijos descarriados que a mí misma nunca dejan de sorprenderme.

Que tengáis buen viento y los inviernos sean condescendientes

Skadi