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jueves, 13 de mayo de 2010

Pequeña Lizzie

Sinopsis: Pequeña Lizzie es un cuento peculiar sobre una chica joven que es dueña de su propio navío y un tripulante mucho mayor que ella. A causa de una apuesta, entablan una relación casi sentimental que dura dos días. Esta historia es muy antigua, la escribí hace muchísimo como un relato breve de marineros y puertos. Creo que ha sido el primero que hice de ese estilo.


- Dos más, Gornak
- ¿Dos?

Humo de tabaco y de hoguera encendida, el brillo de los candiles, las navajas plateadas que brillan de cuando en cuando en los cintos de los marinos... lo recuerdo como si fuera ayer. La Quilla Rota relucía con la luz tenue de las lámparas de aceite rozando los bordes de los vasos vacíos y se escuchaba cantar a los borrachos en los rincones, increpados por los menos borrachos. Algarabía y el chispeante reflectar en el aire de la incertidumbre, esa incertidumbre que da la plena libertad de los hombres del mar. Esa por la que una noche de alcohol en la taberna puede hacer acabar a cualquiera muerto en una zanja, tendido en un lecho con resaca o dilapidando la fortuna ganada a los dados en más jarras, en más putas, en más.

El mar es infinito y caprichoso, y los que viven en él y de él se envisten con una curiosa actitud ante la vida, un carpe diem continuo que hace brillar sus ojos con la superioridad de quien la degusta a grandes y profundos sorbos. En nuestro rincón de la taberna, las risotadas se elevaban y por alguna parte sonaba un flautín desafinado, cuando la voz femenina se alzó con jovialidad.

- Otra vez gano yo - dijo ella, risueña. Se echó el faldón de la casaca amarilla hacia atrás y recogió las monedas, extendiendo las manos ávidas de dedos largos sobre la mesa.
- La suerte no dura eternamente, Liz, recuérdalo - repliqué, contagiado por su risa alegre.

Pequeña Lizzie me guiñó el ojo, llenándose la bolsa de oro y haciéndonos una cómica reverencia.

- Razón de más para celebrar que de nuevo me sonríe - replicó, incorporándose sobre la silla y poniéndose de rodillas en ella, agitando los dados con los ojos entrecerrados, sonrisa burlona y mohín divertido - ¿Una más?
- ¡Una más! - bramó Thorkag, el corpulento marinero con un solo ojo, golpeando la mesa con la palma abierta.
- Yo me retiro.

Brok "El Suave" se levantó arrastrando la silla y se dirigió a las escaleras, tambaleándose. Le seguimos con la mirada, bromeando a su costa hasta que nos mostró el dedo corazón desde el rellano.

- Idos al infierno.
- Eso puede esperar, me niego a entrar sin ver tu cara de resacoso mañana por la mañana.

Tintineo de monedas y apostamos de nuevo.

Estaba yo literalmente derramado sobre la silla, que se me antojaba pequeña para mi envergadura, y con el dulce sopor que precede a la embriaguez, en un estado de complacencia y relajación que pocas veces conseguí alcanzar después de retirarme de aquel mundo, compartiendo las jarras y la diversión con los restos ebrios de mi última tripulación. Había viajado en los últimos meses a bordo del Mala Fortuna, que era el navío capitaneado por Lizzie Drangal, transportando mercancías de contrabando de un lado a otro de los continentes. El nombre de la nave era muy peculiar, realmente, y fue lo primero que me llamó la atención para alistarme. La vida en el mar está llena de supersticiones, y semejante bautismo era más que un desafío, un guiño de burla a todo y a todos.

Nuestra capitana, que de nuevo tiraba los dados y volvía a obtener los Seis Ojos, quedándose con la paga que ella misma nos había dado, era una joven de edad imposible de averiguar y estatura reducida. De ahí que se la conociera como Lizzie "La Pequeña" o Pequeña Lizzie en los puertos y muelles, donde su descaro y falta de vergüenza eran tan conocidos como su habilidad con el trabuco y el estoque. Alguna de estas dos virtudes, si podía llamárseles así, había provocado que Liz se convirtiera en un personaje que si bien no era respetado en el sentido tradicional de respeto, sí era apreciado. Los viejos capitanes perdonaban su sexo  cuando conversaban con ella y degustaban su humor ácido y desenfadado, bebían un par de jarras con la chica y comprobaban que tenía el hígado de un buey y que eructaba como tal.

- Mira, Duncan, gano otra vez. ¿Qué opinas al respecto? - preguntó parpadeando con malicia, mientras Thorkag estrellaba la cabeza contra la mesa y se incorporaba con desesperación.
- ¡Se acabó! Suficiente para mí.

Me quedé mirándola y suspiré, fingiendo que me lo pensaba.

- La verdad es que tengo curiosidad. Creo que no voy a poder irme a dormir hasta que no vea cómo muerdes el polvo.
- Sea pues - replicó ella con una sonrisa - Aquí tienes los dados. ¿Qué vas a apostar cuando te quedes sin dinero?
- Algo que no tenga, probablemente.
- ¿Sentido del ridículo, honor, humildad? - aventuró, burlona.
- ¿Te interesa obtener tales cosas porque careces de ellas? - pregunté, tirando los dados.
- En absoluto, no las necesito para nada. Pero oye, te recomiendo que apuestes esas botas tan chulas... cielos.

No pude evitar una sonrisa. Mi tirada era demasiado buena, pero conocía lo bastante a Liz para saber que se arriesgaría. Me quedé mirándola mientras representaba su histriónico momento de suspense, agitando los dados a uno y otro lado, canturreando algo que pretendía ser música de suspense mientras miraba alrededor. Me encantaba esa chica, por los dioses que así era, me gustaba mucho.

Alegre, expresiva, muy divertida, firme y valiente, exudaba optimismo y derrochaba hilaridad por todos sus poros. Era clara en las órdenes, con autoridad pero sin ser déspota, amable sin parecer blanda, profesional sin ser estirada, juguetona y de conversación aguda, una verdadera delicia como compañía. Es cierto que era bajita, pero no era fea, y si lo fuera, a mi no me lo parecía entonces. Tampoco ahora, al recordarla. Solía llevar el cabello muy corto, despeinado en mechones irregulares y puntiagudos de color negro azulado, salvo un mechón verde - sí, verde - que le caía trenzado a un lado del rostro, adornado con cuentas de factura isleña, seguramente procedente del Caribe. Tenía una cara pequeñita, redondeada, y los ojos almendrados bordeados por pestañas oscuras, que se entrecerraban más aún cuando sonreía o se reía pícara. También los iris eran negros, pero muy vivos, relucientes como joyas, y su sonrisa era ancha y franca, de dientes blancos.

Delgada y menuda, aun con sus formas bien desarrolladas, Liz podría parecer un muchacho si no fuera a su manera tan femenina. Solía vestir pantalones de tela basta y oscura con perneras que se ajustaba al cuerpo con cordones, botas altas, corpiños apretados y aquella enorme casaca de color amarillo limón que se esforzaba en mantener limpia a toda costa y a todo coste. "Dicen que el amarillo da mala suerte, tanta como llevar una mujer a bordo", solía decir, orgullosa de su buena estrella, a la que ponía a prueba constantemente. También acostumbraba a adornarse con toda suerte de abalorios que no tenían nada que ver unos con otros: pulseras, filas enteras de pendientes de hueso, colgantes tribales, de colmillos de tiburón, de perlas (robados, seguramente) y tiras de cuero trenzadas. Me encantaba esa chica. Si. Pero éramos amigos, amigos de los buenos, así que tampoco le daba demasiada importancia al hecho de que me gustase tanto.

-Bah... no puedo creerlo - dijo, al soltar los dados sobre la mesa y ver que había vuelto a ganar.
- El que no puede creerlo soy yo - repliqué, mirándola con suspicacia. - ¿Seguro que no estás haciendo trampas?
- ¡Duncan! - me palmeó el brazo, aparentemente escandalizada - ¡Pero cómo osas! ¿Trampas yo?

Carraspeó y la miré, arqueando la ceja, cuando escuché el repiqueteo de un dado que salía rodando de su manga. Ella puso cara de circunstancias y trató de apartar el brazo antes de que salieran todas las demás piezas trucadas que debía tener escondidas por ahí.

- Liz... - suspiré y extendí la mano. - Se acabó. Devuélveme el dinero.
- Noooo nononono, espera. Vale, hice trampas - explicó, dando la vuelta a la silla y sentándose con las piernas abiertas. - Es horrible, y reprobable, sí...
- Y una deslealtad hacia los amigos - apunté, señalándola con el dedo.
- También, eso también, pero escucha - replicó, entrecerrando los ojos y ladeándose con pose interesante - Haremos una cosa. Última tirada, apuesta fuerte, sin posibilidad de echarse atrás. El que gane se lo lleva todo.

Le miré los brazos, luego a los ojos. Ella suspiró y se remangó hasta los codos, mostrando las palmas de las manos y haciendo un gesto brusco, impaciente.

- ¿Qué me dices?
- Hecho - admití al fin, cambiando de postura mientras ella se sentaba, sonriéndome y soplándose la punta de los dedos. - ¿Qué vas a apostar?
- Mi barco.

Parpadeé, mirándola con incredulidad.

- ¿Qué?
- ¿Qué de qué?
- Liz, ehm... ¿tu barco?

Y ella asintió, sonriendo alegremente. Así sin más. Realmente, la Pequeña Lizzie no necesitaba un barco para ser lo que era ni para ser quien era, ella tenía mucha fe en la vida y estaba convencida de poder encontrar otro en cualquier momento. Esa era su forma de ser... si... la conocía bien ya entonces. Pero no lo acepté.

- No quiero un barco. Si tan segura estás, haremos una cosa. Si gano, me quedo con tu casaca.
- Estás loco, además, te está pequeña - replicó, indignada.
- Dijiste que querías jugar duro.

Se quedó un instante pensativa, mordisqueándose el mechón de cabello y mirándome de reojo de cuando en cuando, sopesando aquel desafío.

- Bien, si gano yo me quedo contigo - dijo finalmente, sonriendo maliciosa.

Reconozco que en ese momento, tras un instante de gelidez perpleja, se me pasó por la cabeza soltarle un puñetazo en la cara. Debí poner una cara muy peculiar, porque apretó los dientes y le chispeó la mirada, desafiante, cuando se apartó el pelo del rostro.

- ¿Cómo dices?
- Si gano, eres mío. Dos días - insistió, con una mirada severa, dándose un trago de ron. - Sin excepción.
- ¿Estás dispuesta a apostar lo mismo?
- Pensaba que querías mi casaca.
- No puedes comparar un abrigo raído con una persona. Si tu lo aceptas, yo lo acepto.

La taberna se había sosegado, y las vaharadas de humo espeso se iban disolviendo a medida que los parroquianos pagaban sus consumiciones y salían al exterior, o dormitaban en los rincones, balbuceando incoherencias. El marinero se había marchado hacía rato, y ambos nos mirábamos frente a frente, con los dados entre los dos y los picheles vacíos cercándonos. Recuerdo maldecir mi orgullo cuando Lizzie asintió firmemente y me hizo un gesto hacia los dados, con un chisporroteo de curiosidad en la mirada.

- Hecho. Dos días sin excepción. Tú primero.

No iba a echarme atrás. Bah, además, era mi amiga, no tenía nada que temer de ella, nunca me había puesto alerta con Liz por ningún motivo. Aun así, un estremecimiento de incertidumbre me recorrió por dentro cuando agité los dados en un vaso que olía a bourbon y los lancé sobre la mesa. Sobre las huellas húmedas de la madera, ambos contemplamos por un momento las piezas de hueso que bailoteaban y giraban hasta detenerse, y fruncí levemente el ceño, contenido, cuando tres unos perfectos, redondos y devastadores me observaron como tres ojos blancos sobre su fondo negro.

- Uy... creo que has perdido - dijo ella, arqueando ambas cejas y aguantándose la risa.
- Tira - repliqué secamente.
- Has perdido... no puedo sacar menos que tú, querido. Asúmelo.
- Tira.

No había despegado los ojos de los dados, y una leve inquietud se desperezaba en mi interior, a través de la bruma etílica. No es que tenga mal perder... no... es mentira. Sí que tengo mal perder, sobre todo cuando pierdo apuestas estúpidas que me hacen quedar en ridículo. Quizá soy un poquito orgulloso, y creo que en ese momento lo pensé, y pensé que me lo merecía, por gilipollas. Pero no iba a darme por perdido sin que ella hubiera hecho su jugada, aferrado a una esperanza imposible.

- Mira que eres cabezota - rió Liz, recogiendo las tres fichas de la mesa y tirando de nuevo - No eres de los que...
- Hum

Tres unos. Levanté la mirada y me deleité por unos instantes en la expresión perpleja de Lizzie, que se rascaba la nariz.

- Desempate, tira.

Obedecí, sonriendo con complacencia al obtener los Seis Ojos. Ella arrugó la nariz, bebió y tiró. Triple dos, los Seis Ojos de nuevo. Nos miramos y nos echamos a reír.

- Desempate.
- Tira.
- ¿Otra vez? Imposible.
- Desempate.

Tras siete tiradas imposibles que terminaron en flagrantes empates, nos rendimos finalmente, incrédulos y riendo a carcajadas. Ella se recostó en la silla, negando con la cabeza, flexionando una pierna para apoyar la planta del pie en el asiento.
- Esto no tiene precedentes, vejete. ¿Alguna vez te ha pasado algo así? - dijo, haciendo rodar los dados sobre la mesa una vez mas.
- Nunca... la verdad - respondí, preguntándome por qué mi voz sonaba rara y en qué coño estaba pensando. Hice mi tirada.

De nuevo empate. Me reí entre dientes, mirando los dados como si fueran seres vivos, negando para mí mismo, y al alzar el rostro sorprendí un parpadeo extraño en la Pequeña Lizzie, que apartó la mirada, frotándose la nariz otra vez.

- ¿Y esto en qué queda, entonces?
- En tablas, supongo - repliqué, echándome hacia atrás y haciendo crujir la silla al estirarme - invalida la apuesta, así que puedes dormir tranquila, eres libre.
- No invalida nada.

La observé con curiosidad. Había apoyado el codo sobre la rodilla y se golpeaba la barbilla con los dedos, el ceño fruncido y la mirada penetrante perdida en el vacío.

- Piénsalo, si es un empate, o perdemos los dos o ganamos los dos.
- O no ha pasado nada. ¿Es que hay manera de ganar o perder ambos?
- Claro que la hay. Un día para cada uno.

Me miró de soslayo y esbozó una sonrisa pícara, que se me contagió al momento. Ya lo he dicho, ¿verdad? Lizzie me gustaba muchísimo. Creo que en realidad empecé a darme cuenta en ese instante, cuando me sonrió como te sonríe una chica antes de sacarte a bailar cuando eres tímido, o antes de darte un beso rápido en un rincón del templo y salir corriendo, volviéndose un instante para hacerte burla.

- Bien, ¿de quién es el primer día?
- Las damas primero.

Sonrió de nuevo y se levantó, apartando el faldón de la casaca para meterse la mano en el bolsillo.

- Va a ser divertido, vejete.

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La verdad es que cuando lo pienso ahora, no recuerdo qué esperaba exactamente de aquella apuesta. Sólo sé que a media mañana empezaba a pensar que Lizzie tenía una manera muy peculiar de esclavizar a los que perdían apuestas con ella, aunque reconozco que en ningún momento me humilló públicamente. Realmente no puedo considerar humillantes ningunas de las tareas que me encomendó a lo largo de la mitad del día, con excepción de la sesión de peluquería. Ya te he comentado que Lizzie era muy femenina a su manera, ¿verdad? Bueno, eso fue un gran ejemplo de lo que quiero decir con ello. Las tres primeras órdenes consistieron en comerme dos empanadas de carne enteras yo solo - cosa que hice sin problemas, como comprenderás, - alimentar su ego un rato diciendo una serie de frases absurdas que me escribió en tarjetas sobre lo guapa que estaba de amarillo y lo bonitos que eran sus ojos y, por último, dejar que me peinara. Así que a mediodía me encontré en mi estrecha habitación de la taberna, comiendo fruta, sentado en el suelo de espaldas a Lizzie que me estaba haciendo trenzas, parloteando alegremente.

- ¿Y por qué se llama South...como se llame? - me preguntaba distraídamente.
- Bueno, creo que porque está al sur- respondí, mordiendo la manzana - Nunca lo he pensado. En mi idioma, south es sur. No me tires del pelo.
- Perdona. ¿Y vive mucha gente allí?
- No, no somos muchos. Doce familias, trece, creo.
- Anda, un piojo.
- ¿QUÉ?
- Es broma, es broma - se rió de nuevo.

La maldije entre dientes, pero me relajé enseguida. Era agradable que me tocara el pelo, que me peinara con suavidad, y hasta que me hiciera trencitas y peinados ridículos. Sentía su aliento en la espalda, en la nuca y en la punta de las orejas, y me resultaba muy reconfortante. Siendo honesto, nunca había pensado en nada sucio con Liz, ni siquiera en nada limpio pero sexual. Ya sabes. Éramos amigos y le tenía afecto, así que nunca me hubiera atrevido a romper eso o ponerlo en peligro por un revolcón, obviando que además era mi superior en el Mala Suerte. Quizá por eso, cuando me pasó los brazos alrededor del cuello y empezó a hablarme al oído, me lo tomé como un juego. Porque con ella todo lo era.

- Dime una cosa, vejete - murmuraba, maliciosa - ¿Dónde guardas tu ropa y tus botas? Quiero probármela toda.
- Mis cosas te están grandes, Liz. Te sobrará por todas partes.
- ¿Todas tus cosas me están grandes? - la risa juguetona impregnó mi oído de humedad.
- No tienes vergüenza, ¿verdad?
- No te equivoques, hablamos de ropa. Pero creo que subestimas mi capacidad para llevar con dignidad unas botas enormes... aunque claro, antes tendré que verlas. Quizá no son para tanto.
- Pues sólo tienes que abrir el armario.

Ella se ladeó para mirarme, observó de reojo la manzana y le dio un mordisco sin permiso, luego parpadeó, haciéndose la sorprendida.

- ¿Eso es una proposición, vejete?
- No te equivoques, hablamos de ropa - repliqué, arqueando la ceja.
- Deben estar muy desgastadas por el uso. ¿Aun te sirven? - dijo, poniéndose en pie y acercándose despreocupadamente al armario destartalado.
- El uso las hace mejores. Sin usar son rígidas y poco flexibles... pueden fallarte en cualquier momento y hacerte dar un traspiés. O romperse.
- ¿Así que ahora son mejores que antes? - dijo, abriendo el armario con gesto teatral.
- Todo se vuelve mejor con el tiempo.

Debo decir que lo que hacía tan divertida a Lizzie era, en gran parte, su teatralidad. Sus movimientos eran puramente escénicos, su forma de hablar, sus gestos expresivos. Ella era un personaje, realmente, un Personaje con todo lo que eso implica. En aquel momento estaba exhibiéndose en su papel de duende juguetón, que le quedaba como anillo al dedo, o así me lo pareció a mi. Yo le daba la réplica, porque me lo estaba pasando bien, y no me molestaba en ocultarlo ni me resultaba duro admitirlo. Ni siquiera me molestaba que me llamase viejo. Yo estaba a punto de cumplir los cuarenta, y siempre sospechamos que esa criatura ni siquiera rozaba los veinte, por lo que me resultaba natural, y por entonces ya me consideraba a mí mismo como tal.

- Ahora están en su mejor momento - añadí.
- Estupendo. Mis pies también - repuso, riéndose de nuevo, y dio unos saltitos para sacarse sus botas. Acabó cayéndose de culo, como era de esperar, tirando de los cordones.

Habíamos dilapidado algunas jarras durante la sesión de peluquería, pero mentiría si dijera que estaba borracho, y sospecho que ella tampoco. Le espeté algo jactancioso mientras me quitaba las trenzas y me acercaba en un par de zancadas para ayudarle con el calzado, y ahora que lo pienso, creo que fue la primera vez que le quité los zapatos a una chica.

- Como me rompas las cintas te arranco los ojos con una cuchara, Douncan - me amenazó, mientras sacaba a tirones una túnica corta de cuero de mi armario y se la ponía por encima.
- Calla, anda. ¿Quien es aquí el experto en nudos?
- Tú, desde luego. Pero... ¡ey!

Si, recuerdo que yo estaba tirando de su pie y ella se agarró a mi brazo cuando el tirón hacia arriba le hizo caer hacia atrás. Y no puedo decir con seguridad que yo perdiera el equilibrio realmente. El caso es que acabó con la espalda en el suelo y mi nariz rozando la suya, y los dos nos estábamos riendo. Ella dijo algo de las botas y yo respondí alguna estupidez sobre tallas. Después nos quedamos callados y la miré a los ojos, porque me estaban hormigueando los dedos y estaba conteniendo el impulso de besarla. No rehuyó mi mirada. Suspiró y me la devolvió sin azorarse, sin mostrar tampoco hambre o lascivia.

- ¿A qué estás esperando? - dijo Lizzie entonces, en un tono suave y extraño. Me rozó los cabellos con los dedos, levemente.
- Eres mi amiga, y mi capitán.
- Y tú eres demasiado serio - suspiró ella, entrecerrando los ojos - Demasiado considerado, y demasiado gentil.
- Dejarás de pensar eso si...
- Soy una chica con suerte. Deja de pensar en lo que puede pasar, y bésame de una vez antes de que lo haga yo.

Pero lo hizo ella. Se incorporó a medias y atrapó mis labios bajo los suyos, con las botas a medio quitar y esa eterna casaca amarilla extendiéndose como una manta brillante sobre el suelo. Reconozco que al principio me amedrentó un poco, no era el beso inseguro de alguien fascinado, ni la timidez de quien espera que los demás lleven la iniciativa. Tampoco estaba investido con el arrebato enloquecido de la pasión pulsante. Era un beso firme, claro, de quien sabe lo que quiere y lo busca, natural y sin dobleces como ella misma. La miré con extrañeza cuando me aparté, lamiéndome los labios. Sabía a cerveza y pimienta, a azafrán y especias, y me estaba sonriendo de nuevo.

- No ha sido para tanto, ¿no?

No respondí, había vuelto a besarla, esta vez sí con ímpetu y curiosidad, con esa sensación adictiva propia de cuando apenas pruebas un sorbo de licor y te das cuenta de que vas a acabar bebiéndotelo todo para poder quedarte tranquilo. Lizzie tenía los labios jugosos y una boca húmeda y elástica, la lengua suave y caliente se enredaba en la mía cuando me dejó paso hacia el interior y sentí las uñas escurrirse sobre mi nuca en un arañazo sutil. Seductor.

- Un buen beso - afirmé al apartarme de nuevo unos centímetros.
- Un buen tonto - me recriminó, fingiendo ofensa - ¿Solo bueno? Ahora tú deberías decir algo así como "Oh Lizzie, ha sido maravilloso" o alguna estupidez parecida.
- Sí, sí. Apúntamelo en una tarjeta y luego lo vemos.

Volvió a reír bajo mis labios y me abrazó, me hundí en su boca y tomó posesión de la mía, se removió y giramos sobre el suelo hasta quedar tendidos de lado, el uno frente al otro, probándonos y degustándonos, y bromeando entre las caricias de las lenguas enroscadas y los dientes suaves en la piel. Supongo que ella tenía razón y yo era demasiado serio, al menos para esas cosas. Con Liz era imposible. Estaba tirando de mi camisa y forcejeando al mismo tiempo para que no le sacara el estúpido chaquetón amarillo.

- Quítate esto y enseña la barriga cervecera que ocultas  - se reía entre los besos húmedos y las caricias ardientes.
- Sólo cuando tú te quites esto y muestres la joroba que todos sabemos que tienes.
- No es una joroba, son las tetas y están delante, para tu información.
- Creía que eso eran granos.
- El granito está más abajo... - replicó, conteniendo un jadeo - veo que... voy a tener que darte un mapa...ah...

Había conseguido deshacerme de la maldita casaca y pugnaba por desatar los nudos del corpiño, hundiendo el rostro en su cuello y mordisqueando la piel con ligereza. Podía sentir sus manos sobre mi torso, debajo de la camisa, explorando. Todo era muy nuevo entonces. No quiero decir que yo fuera inexperto, a mis años. Quiero decir que nos conocíamos mucho, habíamos trabajado juntos, nos habíamos reído y emborrachado, hasta vomitado. Era algo nuevo para los dos, alguien a quien conoces... no sé. No podía evitar estar un poco preocupado, sin embargo Lizzie hacía que todo fuera fácil, aunque estuviéramos en esa situación imposible, o impensable.

Aquella primera vez fue extraña, casi demasiado ligera y superficial. Sin embargo, luego se quedaba tendida en mis brazos, muy callada, ausente, y yo me preguntaba en qué estaría pensando. Hubo muchas otras, y sólo al final, la última vez que nos acostamos sobre la arena, cerca de los arrecifes, la sentí agarrarse a mí, abrazándome con intensidad y susurrando mi nombre en el oído. Siempre recordaré la melancolía y la curiosa nostalgia que transmitía su figura menuda en esa ocasión.



Fueron dos días divertidos, como Liz había predicho. El temor natural que tenía entonces ante la posibilidad de que habernos revolcado por los rincones diera al traste con nuestra amistad se demostró una estupidez. Una semana más tarde, volvimos a embarcar y nos hicimos a la mar como si nada hubiera pasado. En aquel entonces, un grupo fijo de tripulantes nos encontrábamos a bordo con frecuencia en distintos buques y nos considerábamos camaradas y socios; teníamos confianza unos en los otros y estábamos acostumbrados a trabajar juntos. Thorkag era un moreno imponente y bastante impetuoso que no tenía igual a la hora de poner orden entre los marinos. Doras Fellidan, un bigotudo procedente de las Islas del Norte, que se encargaba de la vigilancia al mástil y algunos otros viejos conocidos estaban allí. Alesteir era un tipo de largas trenzas rubias y barba poblada que pertenecía al círculo más cercano de Liz, pues se llamaban hermanos aunque parecía bastante improbable que lo fueran. Estaba él al timón mientras la capitana daba órdenes y canturreaba por la cubierta, señalando al horizonte azul bajo un cielo despejado.

- Intentaremos llegar a las islas del Sur - comentó, plantada sobre la tarima de madera con las piernas abiertas y el gesto resuelto - No tenemos nada que hacer allí, pero han sobrado algunos toneles de especias, a ver si podemos colocárselos a los de allí. Je, je.

La miré de reojo, descendiendo de la cuerda y anudándola con fuerza al cabestrante. Apenas nos habíamos alejado unas millas de la costa, el viento soplaba con placidez y traía el aroma de profundo salitre e inmensidades por surcar.

- Algún día te meterás en un lío - murmuré, ajustando el doble nudo y sacudiéndome las manos. - Tu concepto sobre las cosas que "sobran" choca frontalmente con las leyes.
- Venga, venga, no me des sermones, cielo. ¿Qué culpa tengo yo si los clientes no saben contar? - respondió despreocupadamente, dedicándome una sonrisa traviesa. - Si yo fuera comerciante tendría mucho cuidado con la picardía femenina.
- Tu picardía femenina puede llevarte a la horca, "cielo".

Se dio la vuelta, restregando las botas contra la cubierta y se me quedó mirando, metiendo las manos en los bolsillos y dejando que los faldones de la casaca se agitaran por el viento, que le revolvía los cabellos. Era difícil imaginar a Lizzie en otra parte que no fuera un buque o un navío. En cuanto ponía los pies en uno daba la sensación de elevarse más allá de su estatura, su seguridad se multiplicaba por cien.

- La verdad es que no me importa demasiado - dijo, arqueando una ceja.

Algo en su semblante me llamó la atención al mirarla, una especie de seriedad que no había percibido jamás en ella anteriormente. Me crucé de brazos, ladeando la cabeza y escuchando con atención. Aún ahora recuerdo todas y cada una de sus palabras.

- Hemos hablado mucho desde que nos conocemos, Duncan. Me has contado cómo es tu hogar, me has dicho el nombre de tu hermana y tu madre, me has descrito tus bosques... me parece haber estado allí, ¿Sabes? - decía, sonriendo ligeramente. - Es bonito escuchar a la gente hablar de esa manera. Ahora estás aquí, en el mar, pero algún día volverás a pisar tierra. Otros reclamos te llamarán en el ancho mundo. Quizá formes una familia, quien sabe, hay tantas posibilidades... tú tienes ojos que miran hacia adelante. Yo no soy así.
- Sé que tu futuro no te preocupa - repliqué - pero no creo que estés buscando la muerte.
- ¿Y qué otra cosa hacemos en la vida, cielo? - me respondió con una media sonrisa - Somos pequeñas criaturitas que un día despiertan al sol, el ancho mundo nos abraza y luego la muerte nos lleva, de una manera o de otra. Todas las vidas terminan en el mismo punto, cuando mueres. Eso las hace bonitas, ¿no?

Se volvió hacia el mar, aún sonriendo.

- ¿Saber que se terminará hace más valioso lo que se tiene? ¿Es eso lo que quieres decir?
- Por eso tú y yo somos diferentes, Duncan - suspiró - Aquí, en el océano, estamos a merced del azar. Una tormenta, un mal rumbo, un escollo invisible, piratas o bucaneros, cualquier cosa puede hacer que nuestras historias se acaben en un par de horas. Cuando se acabe mi suerte, Pequeña Lizzie acabará, igual que vive, a merced de las olas, disfrutando cada una que le llega. No tengo miedo.
- ¿Siempre dejas que todo dependa de la suerte?
- No, pero no temo el parecer de los hados.
- Tienes razón, somos distintos - repliqué, sonriendo a medias - Yo no temo a los hados, pero no les escupo a la cara bailando continuamente al filo de la navaja. A ti te pierde tu pasión por el riesgo.

Se echó a reír, dando una vuelta, con la mano sobre la empuñadura. Los ojos destellaban intensamente en su rostro entonces, y tuve la impresión de que estaba en lo cierto.

- No busco la muerte, no. Pero hay sabores de la vida que son más intensos cuando pones un pie más allá de los límites. - Hizo una pausa, suspirando, y me miró seria de nuevo. - Yo nunca abandonaré el mar. No sé si es pasión por el riesgo, no sé por qué, pero no lo haré. Mis ojos no miran hacia adelante, yo sólo veo lo que la vida me da a cada instante.
- Parece que te funciona bien - comenté, ladeando la cabeza. - Eres una persona feliz.
- Lo soy - sonrió de nuevo, con ese destello exultante en la mirada, y echó la cabeza hacia atrás. - Te echaré de menos cuando te marches a dejar tu huella en la tierra, vejete.

Caminó lentamente hacia el timón, voceándole una orden a Doras, que respondió algo ininteligible y luego se escucharon carcajadas. No escuché demasiado porque estaba mirándola. Lizzie, con una mano en el bolsillo y la otra en el puño del estoque, aquel horrible abrigo amarillo y los cortos cabellos azotados por el viento.

No dije nada entonces, pero lo cierto es que sí, la echo de menos.

La última vez que vi a Pequeña Lizzie fue tres años después. Recuerdo que hubo una reyerta al otro lado del cabo, con los bucaneros. Un barco ardía en el mar, y sobre el mascarón de proa había una figura vestida de amarillo, solitaria entre las llamaradas y las cenizas, haciendo bailar un estoque en la mano y moliendo a patadas a uno de los piratas que intentaba trepar hasta los restos del navío. Nunca estuve seguro del todo de que se tratara de Lizzie, pero no creo que mucha gente hubiera tenido las agallas de vestir una casaca tan fea. La figura cruzó las llamas y no volví a verla.

En Bahía Puerto Coral contaban todo tipo de historias. Decían que se había casado con un almirante del sur, que había dejado el contrabando para unirse a la armada, que los nativos habían acabado con su tripulación en un viaje al Norte, que las aguas se la habían tragado... estupideces.

Bueno, si me lo preguntas puedo explicarte mi teoría. No es algo que pueda argumentar, pero sé que Pequeña Lizzie está viva aún.

¿Que cómo lo sé? Todos los años, en esa festividad que llaman "el Día de los Santos Inocentes", suelo pasar por Bahía Puerto Coral, aunque sea sólo un rato, a recordar viejos tiempos. La primera vez que lo hice, salí un instante al muelle para contemplar el mar, y cuando volví a entrar, encontré unos dados sobre mi mesa con los Seis Ojos. Desde entonces siempre hago lo mismo y siempre encuentro los dados en mi mesa al regresar. Creo que es su manera de decirme que sigue ahí, en alguna parte.

La suerte aún no ha abandonado a Liz. Cuando lo haga, ella acabará igual que vive, sin miedo y a merced de las olas.

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