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lunes, 31 de octubre de 2011

La Calle

"La Calle" es un cuento que escribí como regalo de cumpleaños para Neith. Intenté homenajear con él el estilo de uno de mis escritores favoritos, H.P. Lovecraft, y tantear un poco el universo del misterio, el mundo onírico y la fantasía de primeros de siglo.




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Anochecía sobre la ciudad, y una lluvia fina lagrimeaba en el asfalto cuando comencé a buscar la calle. Repetidamente la había visto en mis sueños, con sus muros de granito alzándose, ligeramente inclinados, y las casas antiguas y apiñadas. Con los faroles amarillentos en los que bailaba una llama dorada y misteriosa, con las sombras y los contraluces detrás de las ventanas de vidrio grueso. Sabía que, en alguna parte en el turbio mundo de la vigilia, hallaría los grises adoquines y los picudos tejados que había entrevisto mientras dormía, quizá más antiguos, quizá solo como viejos restos de algo que un día fue y ya no era. Pues, ¿Quién conoce el lenguaje de los sueños? ¿Quién puede afirmar que lo que en ellos vemos no es el reflejo de un ignoto pasado o de un porvenir que aún ha de llegar? ¿Quién puede decir que lo que en ellos vivimos no es tanto o más real que aquello que experimentamos despiertos, con los ojos bien abiertos, limitados en nuestra percepción por el discurrir de la razón?

Desde niño, había soñado con aquella calle. A causa de esa peculiaridad que caracteriza los paisajes oníricos, nunca sabía yo cómo había llegado a ella. Simplemente me encontraba en su principio, y detrás mía todo era niebla pálida y espesa. Ante mí, un pavimento empedrado se extendía en línea recta como una cinta gris oscuro. A los lados, aceras de piedra blanca salpicadas por fanales negros de retorcida forja permitían el tránsito frente a las casas. A la altura de la mitad de la calle, el cartel de una taberna se balanceaba con un chirrido suave.

Así había yo contemplado la calle en los sueños de mi infancia, en los que aún tenía miedo a los fantasmas, a lo desconocido, a los lugares siniestros o solitarios como aquél. Sin atreverme a entrar en ella, me quedaba parado frente a esa escena, en la que en ocasiones un cuervo cruzaba volando de un balcón a otro, una cortina se agitaba detrás de una ventana o se veía una sombra a lo lejos entrar o salir de una de las casas más distantes. A pesar de la vívida curiosidad que atosigaba mi espíritu infantil entonces, el miedo y la prudencia eran más fuertes, y nunca me movía. Había leído, como todos los de mi generación, los cuentos y las fábulas con moraleja destinados a hacer de mí en un futuro un hombre prudente, piadoso y de bien. Había escuchado también las advertencias de mi madre, de los maestros y de los sacerdotes acerca de los peligros que acechan en nuestro mundo en tiempos hostiles y salvajes como los que me había tocado vivir. Había sido educado, en definitiva, para rechazar de plano todo aquello que tuviera visos de quimera o de ensueño, de misterio y fascinación; pues todo lo desconocido era una potencial argucia diabólica, más siniestra y peligrosa cuanto más atrayente. Por eso, en los años de mi niñez, cuando en las noches calmas viajaba en la inconsciencia hasta el principio de aquella calle, esos férreos temores me mantenían parado hasta que la imagen desaparecía al yo despertar o al diluirse la fantástica visión en otro sueño menos magnético y tangible, más inocuo.

Perdí, de ese modo, la ocasión de sumergirme en los misterios de la calle cuando quizá mejor preparado hubiera estado para ello: cuando aún poseía la imaginación ilimitada y bullente de un niño, cuando todavía podía empuñar las armas mágicas de aquellos que desconocen el concepto de lo imposible, cuando aún mi espíritu y mi mente poseían alas y no tenía cadenas en los tobillos. Y al crecer, cuando paso a paso fui cruzando el puente que me encaminaba a la edad adulta, la calle se desvaneció y dejé de recordar mis sueños, si es que aún los tenía.

Tal y como se esperaba, me convertí en un hombre prudente, piadoso y de bien. Desarrollé estudios universitarios y la ciencia me fascinó tanto como antes lo había hecho la magia, los avances de la tecnología me asombraron más de lo que podía hacerlo ningún fantástico relato. Con los pies plantados con firmeza en el suelo firme del mundo real y físico - terrible, caníbal y hostil, pero real, y por ello mejor y de más valor que cualquier otro - me hice mayor.

Tenía una casa en una calle verdadera en la que también había establecido mi consulta de pediatría, y allí discurría mi vida, apacible y feliz. Yo mismo consideraba que no era en absoluto aburrida, pues me tenía por intrépido al ser aficionado al excursionismo y la escalada. También era asiduo del teatro y la ópera, y cierta noche regresaba de una representación, con el paraguas abierto, bajo una tormenta furiosa, cuando cayeron los velos y ocurrió lo inexplicable.

Siendo como soy un hombre de costumbres, solía realizar siempre el mismo trayecto tanto para ir como para regresar. Rara vez tomaba una calle paralela o me desviaba del recorrido habitual, que era el más corto y el que atravesaba por zonas más concurridas de la ciudad, evitándome los callejones estrechos, las vías de asfalto quebrado en las que se amontonaba la basura en sucios rincones. 

Caminaba hacia mi casa por la avenida de siempre, bordeada de tilos. La noche lluviosa la hacía menos transitada que de costumbre, por lo que puedo afirmar que no había más peatones que yo recorriendo ese trayecto. Mis pasos chapoteaban en los charcos, y recuerdo que pensaba en el terrible estado en el que se encontrarían mis zapatos al día siguiente. A lo lejos, justo al extremo en el que mi camino debía desviarse hacia la izquierda, vi bajo las luces amarillentas de la ciudad a un grupo de personas, unas seis o siete, arremolinadas en una esquina. Me detuvo entonces un policía, que me indicó con amabilidad que no era posible continuar. Alcé la vista y constaté sus palabras: Una cinta azul acordonaba la calle, delante de los curiosos, que debían ser en este caso periodistas, a juzgar por los sombreros y las gabardinas y la actitud con la que interrogaban a otros dos gendarmes.

- No está permitido el acceso. – me informó el agente cuando le pregunté el motivo del desvío obligado – Nadie puede atravesar la escena del crimen hasta que los forenses y el inspector al cargo no hayan levantado el cuerpo y se hayan realizado todos los trámites.

- ¿Escena del crimen? – pregunté, con una sensación inquietante y fría en la nuca - ¿Un asesinato?

- No hay de qué preocuparse, señor. Por favor, continúe en otra dirección.

Asentí, obedeciendo a la insistencia del caballero uniformado, y tomé la primera curva a la izquierda. Pero mis pasos se volvían más nerviosos a medida que pensaba sobre el asunto, y ahora mi ritmo de paseo se había convertido en un caminar apresurado en el que miraba a un lado y a otro. Pues se había cometido un crimen, y yo no había tenido la ocurrencia de preguntar si habían atrapado al asesino. Quizá aún estuviera en busca y captura. ¿Y si acechaba tras aquel pilar agrietado? ¿Y si se escondía en el callejón negro que se abría como una boca estrecha entre dos edificios, de donde un riachuelo maloliente se escurría hasta las cloacas? 

Además, para aumentar aún más mi inquietud, comprendí ya avanzado mi trayecto que había escogido el peor desvío imaginable. En aquella calle el asfalto era casi arenoso, estaba viejo y descuidado. Los edificios oscuros tenían las ventanas cerradas y echadas las cortinas. Se alzaban, muy rectos, hieráticos y amenazantes en su negrura. Eran de hechura simple, pensados para rentas baratas, de ladrillos apiñados con ausencia absoluta de gracia o de mínimo gusto. Apenas había iluminación. Las farolas estaban demasiado espaciadas y una de ellas se apagó tras haberla dejado atrás en mi avance, mientras que la más próxima, aún demasiado lejos, titilaba con la bombilla sin duda a punto de fundirse. La lluvia repiqueteaba sobre montones de escoria en los rincones, se desbordaba de las rejillas de las alcantarillas y caía a chorros de los canalones quebrados.

Y en todo aquel escenario de patente hostilidad, la sensación de estar siendo observado comenzó a pesar sobre mi espalda, al principio como una intuición leve, poco a poco, con más intensidad. Miré atrás, pero no veía a nadie. Todo estaba oscuro.

El corazón me galopaba en el pecho, había empezado a sentir escalofríos y se me había erizado el vello de la nuca al saltar un gato repentinamente desde un cubo de basura hasta la acera de enfrente. El maullido del animal y el movimiento inesperado me habían hecho soltar una exclamación y resbalar hasta casi dar un traspiés. Quizá al escuchar mi propia voz, o al liberar algo de tensión resbalando, recuperé cierta compostura y me sentí ridículo a causa de mi propio miedo. Intenté tranquilizarme a mí mismo, repitiéndome los alegatos de la razón: No había en realidad motivo para tanta agitación. Estaba, simplemente, sugestionado por el desagradable clima, por el argumento tétrico de la representación a la que había asistido y por el asunto del crimen de la calle de al lado. Era el tipo de cosas que irrumpen en nuestra realidad y nos hacen sentir repentinamente inseguros. Era normal. 

Me había convencido bastante de ello cuando escuché el sonido inequívoco de pasos tras de mí, y algo similar a una risa siniestra, que fue mitigada al instante por el crujido ensordecedor de un trueno. La farola titilante se apagó. 

Recuerdo que entonces eché a correr. No volví la vista para comprobar si aquellos sonidos no habían sido producto de mi imaginación, pues los había percibido tan reales que el instinto se hizo dueño de mis acciones y reaccionó con el pánico del animal en peligro, acechado por selváticos depredadores en las sombras verdosas de la jungla. Corrí sobre el suelo mojado, no sé durante cuánto tiempo, tratando de despistar a mi perseguidor – real o imaginario - manteniendo estoicamente el paraguas para cubrirme del chaparrón, en un gesto de urbanismo civilizado completamente fuera de lugar. Corrí, tomando desvíos, zigzagueando a través de calles oscuras en las que la niebla se volvía cada vez más espesa y los edificios más lúgubres y ruinosos. Corrí hasta perder la orientación y el rumbo, buscando desesperadamente placas en las esquinas que me permitieran saber dónde estaba y hacia dónde me dirigía. 

El latido violento de mi corazón no me permitía comprobar si había ruido de pasos en mi persecución. El terror me dominaba y toda distancia me parecía poca. Pensé, en un destello de racionalidad, que si el asesino – pues sin duda era el asesino quien me había seguido – llevaba un revólver, podría dispararme igualmente por mucho que corriera, pero ese fatalismo no fue suficiente para detenerme.

Sobre todo cuando, a lo lejos, mas allá de una bruma que no me resultó extraña dadas las condiciones climáticas de esa noche aterradora, entreví,  en una calle que se abría en un suave desvío hacia la derecha, la silueta del cartel de una taberna. Se balanceaba, lento y negro, iluminado por la luz constante de fanales dorados que no temblaban, que no amenazaban con apagarse y dejarme desamparado en la oscuridad y el horror.

No dudé ni un instante en tomar aquel desvío, y en cuanto puse los pies sobre los grises adoquines, toda sensación de miedo desapareció, así como la certeza de estar siendo perseguido. Allí estaba, la calle de los sueños de mi infancia, y la reconocí instantáneamente, con una mezcla de asombro y fascinación: exacta a como había aparecido en las ensoñaciones de mi niñez, con las mismas casas blancas y grises, con los picudos tejados y la luz amarilla de las lámparas a través de las ventanas de cristal grueso, con sus farolas de forja con llamas límpidas y sus preciosos álamos, que alzaban los dedos retorcidos hacia el cielo, despojados de sus hojas de oro por el codicioso otoño.

Caminé, pues, internándome en ella con una repentina calma, fijándome por vez primera en los detalles. Me deleité, embelesado por el misterioso hechizo de aquel lugar, en las preciosas vidrieras de las ventanas, en la imposible inclinación de los muros que hacía parecer que las casas quisieran tocarse con la frente, en las tortuosas formas vegetales que adornaban los faroles. Toqué con los dedos los muros, de bloques de piedra, más resistentes que el tedioso ladrillo que inundaba ahora las urbes modernas, e incluso acerqué, intrépido, el oído a algunas puertas, subiendo silencioso los breves tramos de escaleras que llevaban a ellas y comprobando que dentro se percibía el ruido de sus habitantes: entrechocar de cubiertos en la cena, pasos breves y lejanos de zapatillas de felpa.

Cerré el paraguas cuando la lluvia se detuvo y el cielo de la noche se despejó, abriéndose y revelando un firmamento cuajado de estrellas, mucho más visibles de lo que nunca me habían parecido serlo en aquella gran ciudad. Embargado por una alegría que era – y aun soy – incapaz de describir o de ubicar su motivo y procedencia, me acerqué al edificio de la taberna y leí el nombre de la misma. Se llamaba El Candil. Tomando aire profundamente, apoyé la palma de la mano en la puerta y entré.

El resto, no puedo explicarlo. Al poner el pie en el interior de aquel recinto, que me acogió con la calidez de un segundo hogar, todo me era tan familiar como si hubiera estado viviendo en aquella calle toda mi vida sin saberlo. Pues conocía al tabernero y a muchos de los parroquianos, y ellos me conocían a mí. Y recordaba que el día anterior Tobías me había preguntado por el nuevo libro que estaba escribiendo y le había prometido hacerle un adelanto esta noche. Y nada me extrañaba o se me hacía raro de aquella situación, cuando me senté en la mesa de siempre y conversé con mis amigos, hasta que se hizo tarde y me encaminé hacia mi casa, mi casa en aquella calle, el número ocho. La casa que conocía, en la que toda mi vida había vivido, en la que tomé una cena ligera y fría, en la que me senté frente al escritorio y pasé un par de horas escribiendo hasta que, agotado y somnoliento, me hundí entre las sábanas suaves y caí dormido, satisfecho y feliz. Satisfecho y feliz, como cada día de mi vida allí.

Y por eso, al día siguiente, al despertar en mi otra casa, en mi otra calle, en la negra ciudad de humo y frío, de tráfico y crímenes, una profunda tristeza y desazón cayeron sobre mí. No pude deshacerme de ellas, aun convenciéndome de que todo había sido soñado. No pude arrancarme el sudario extraño y la asfixiante incertidumbre a lo largo del día, y por eso, al anochecer, sin importarme la fina lluvia que había empezado a caer, comencé a buscar la calle. 

Repetidamente la había visto en mis sueños y sabía que en alguna parte en el turbio mundo de la vigilia, la hallaría. Pues, ¿Quién conoce el lenguaje de los sueños? ¿Quién puede afirmar que lo que en ellos vemos no es el reflejo de un ignoto pasado o de un porvenir que aún ha de llegar? ¿Quién puede decir que lo que en ellos vivimos no es tanto o más real, que aquello que experimentamos despiertos, con los ojos bien abiertos, limitados en nuestra percepción por el discurrir de la razón?


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© Hendelie

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